Cuando me propusieron escribir un perfil de Javier Cárdenas (Barcelona, 1970), acepté encantado porque el tipo siempre me ha caído muy bien. Así se lo hice saber a quién me hacía el encargo, que repuso: «Pues debes ser el único en todo el país». Caí entonces en la cuenta de que hay muchísima gente en España que no le ve la gracia, como se ha podido comprobar recientemente a raíz de la emisión en TVE de su programa Hora punta, que se ha llevado todos los palos habidos y por haber. Previamente, el amigo Cárdenas había sido tildado de machista, zafio y, desde el frente soberanista catalán, botifler infame cargado de autoodio y enemigo de la patria.

Muchos se han referido a él como un explotador de dementes catódicos que debería avergonzarse de lo que hace, sobre todo a partir de su película FBI (Frikis Buscan Incordiar), estrenada en el 2004 y que recaudó casi un millón de euros con una inversión de 200.000, y de las giras en furgoneta que hacía por las discotecas más cutres de España con parte del elenco de tan magna obra, para solaz de los gañanes de la localidad y orgullo de sus participantes. A Cárdenas no le han dejado pasar ni una, aunque le cayera el premio Ondas en el 2008 y su programa de radio, Levántate y Cárdenas, tuviese una audiencia considerable.

Reconozco que mi simpatía hacia Cárdenas no se basa en sus actuales programas de radio y televisión, que ni veo ni escucho, sino en su innegable condición de pionero de la telebasura, género que prácticamente inventó él cuando su cuñado, Alfons Arús, lo tenía permanentemente destacado en Miami para que contribuyera con sus crónicas demenciales al programa Al ataque. De ahí pasó a Crónicas marcianas, o sea que todo esto sucedía a principios de los años 90, cuando el frikismo audiovisual daba sus primeros pasos y apuntaba a objetivos distintos de los de la prensa del corazón, que es en lo que consiste ahora el fenómeno, puesto en manos de gente de moral mucho más dudosa que la de Cárdenas, que es prácticamente un monaguillo al lado de genios del mal como Kiko Hernández o María Patiño.

En sus buenos tiempos, Cárdenas siempre optó por el sector más majareta de la excentricidad televisiva y nunca se rio descaradamente de sus víctimas, más allá de arquear una ceja mirando a cámara cuando el perturbado de turno decía algo especialmente preocupante.

Seres insólitos

Cárdenas nos puso en contacto con seres tan insólitos como Po Zí -canijo homosexual ya difunto del que lo único que se le entendía eran las dos palabras que constituían su apodo-, La Pantoja de Puerto Rico -travestido ligeramente obeso que bordaba el repertorio de nuestra presidiaria favorita-, el vidente Carlos Jesús -que le acabó lanzando una maldición por poner jocosamente en duda sus poderes de adivinación y cuyo hermano trabajaba como mecánico de ovnis en el planeta Raticulín- o Carmen de Mairena, un señor con voz de cazalla, operado parcialmente para parecer una mujer, que cantaba coplas y al que siempre estaban deteniendo por asuntos relacionados con la gestión de la prostitución.

Entre otras hazañas, Cárdenas cogió al crítico de cine Carlos Pumares y sacó al exterior al friki que llevaba dentro y que, sin saberlo su anfitrión, llevaba años pugnando por salir (como ese americano que había dentro de cada soldado del vietcong, según Robert Duvall en Apocalypse now).

Pero su mayor logro, su pièce de résistance, fue el férreo y continuado marcaje al que sometió a Camilo Sesto, en cuya casa de Miami se pasaba la vida, ya fuese hablando con la estrella o escuchando los iluminadores comentarios de su sufrido hijo y de la tieta de Alcoy, una mujer que intentaba, sin mucho éxito, poner un poco de orden en aquel universo doméstico enloquecido. Es obligatorio citar, como punto álgido de la relación entre Cárdenas y Camilo, el reportaje sobre una exposición del cantante, que consistía exclusivamente en cuadros de búhos hechos con chinchetas. Ese es mi Javier Cárdenas: el pionero de un subgénero periodístico que no ha podido evolucionar peor ni caer en más funestas manos.