Le llaman el factor humano. La mente y la mano humana. La cabeza que no sabe lo que hace. O sí y le da igual. No quito razón, ni mucho menos, a todos aquellos ferroviarios, sindicalistas, ingenieros, gentes que lo quieren tener todo bajo control, y es lógico ya que forma parte de su trabajo, de su exigencia, del intento de tener el mejor país y sociedad posibles. Ellos defienden, acusan, que, en el accidente ferroviario de Santiago de Compostela faltó seguridad o falló la seguridad. O no hubo suficiente seguridad. Yo, lo siento mucho, pienso que no hay seguridad que resista

la insensatez de que alguien crea que, en un lugar donde se debe ir a 80 kilómetros por hora, se puede circular 190 kilómetros por hora.

Podemos poner, en tierra, mar y aire la seguridad que queramos. Y más. Pero está demostrado, por desgracia, por dolor, por el día a día, que aquí y en cualquier lugar del mundo, si alguien quiere romper las normas, las reglas, las leyes, la seguridad, las rompe. Podemos, insisto, acusar a la crisis y a la falta de recursos en cuestión de seguridad, de alarmas, de frenos, de chivatos técnicos y modernos, del accidente de Santiago pero, al final, no nos quedará más remedio que llegar a la conclusión que alguien, un ser humano, decidió ir a 190 donde solo se podía ir a 80 km/h.

Es, con perdón, como esa idea que, afortunadamente, parece ahora arrinconada, de Joan Josep Isern, director del Servei Català de Tránsit, de subvencionar un curso de perfeccionamiento para aquellos conductores (pilotos, diría yo) que se compren motos de gran cilindrada. El problema, lo siento, es que existan esas motos. Motos que van a 300 km/h por carreteras donde solo se puede ir a 80 o 120 km/h. Motos que cuestan 15.000 euros, subvencionadas con cursos de perfeccionamiento. Motos, al fin, en manos de humanos que, solo con un cuarto de gas, se ponen a 120 km/h. ¿Qué seguridad podemos diseñar para esas mentes? Cero, ninguna.

Es como ese piloto de aviones, el señor Lee Gang-guk, de Asia Airlines, que no hace mucho jugueteaba con un Boeing 777, que intentó aterrizar, por desgracia, en el aeropuerto de San Francisco. Y lo estrelló. ¡Por supuesto que lo estrelló, llevaba solo 47 horas de vuelo en ese monstruo! Es evidente que no hay mayor seguridad que no poner en manos de un inexperto piloto, pese a sus 10.000 horas en aviones menores, un aparato de semejantes dimensiones.

Al final, lo hagamos como lo hagamos, siempre acabamos en manos de alguien. De alguien que, consciente o inconscientemente, comete barbaridades. Insisto, podemos resguardarnos de ellos, de los insensatos, de los atrevidos, de los suicidas, pero jamás, jamás, estaremos a salvo. Ese tren, debió frenar cuatro kilómetros antes. Por supuesto que podíamos haber instalado un sistema que lo frenase solo. Pero el problema es que, no uno, no, sino dos conductores, pues el segundo debía de estar pegadito al titular, decidieron que ese convoy podía trazar esa curva a 190 km/h y no a 80 como estaba marcado. Es más, tal vez, ya la habían trazado en más de una ocasión casi a 200.