El diccionario dice que un gesto es el movimiento del rostro, de las manos o de otras partes del cuerpo con que se expresan diversos afectos del ánimo. Los expertos dicen que comunican más que las palabras y en cualquier entrevista de trabajo puede ser más determinante que te cruces de brazos o apartes la mirada antes que saber alemán o chino. Tampoco son los gestos un lenguaje universal: en algunos países es un insulto dibujar un cero con el pulgar y el índice mientras que aquí lo usamos para comunicarle a los camareros que un plato está muy bueno. Los portugueses, sin ir más lejos, expresan la exquisitez de una comida tocándose el lóbulo de la oreja y en España juntamos los dedos, los besamos y los abrimos como una flor. Hablar de gestos en política es entrar en un terreno fértil para la ambigüedad: una política de gestos puede describir acciones propagandísticas, sin consecuencias prácticas y que sólo se hacen de cara a la galería; otras veces se refiere a la buena voluntad y disposición para el acuerdo. Los gestos físicos en política ya merecen un tratado aparte, pero tiene uno la sensación de que cualquiera, por insignificante que sea, acaba descalificando a quien los usa, desde aquellos legendarios zapatazos de Kruschev , pasando por los indignos pellizcos de Yeltsin , hasta llegar al alzamiento del dedo corazón de Aznar . Muchos están aprovechando para dar leña al expresidente del gobierno por el feo detalle del jueves pasado pero, comparándolo con la obscenidad en que se convirtió su segundo mandato, lo del otro día casi podríamos calificarlo como un gesto de su caballerosidad.