TLtas noches más cortas del año me han enfrentado de nuevo a la muerte y a sus consecuencias. Dos vidas se han llevado estas cálidas madrugadas; dos vidas que ya se escapaban a chorros de los cuerpos deteriorados, de las cansadas máquinas. Dos vidas. El polvo al polvo. Dos mayores silenciosos en su despedida. Puede pensarse que en esos casos la muerte supone una liberación para su entorno, pero sólo aparentemente. Ese bajar los brazos, cansados de meses o años de las tensiones a las que la atención obliga, no es ni mucho menos el final del camino. Por el contrario, es en muchos casos el comienzo de otro lento deterioro con final imprevisible, el del círculo familiar sobre el que el mayor actuaba como amalgama.

Pienso en esto abrumada por lo que estas serenas noches del inicio del verano se han llevado.

El polvo al polvo y las cenizas a las cenizas. Polvo o cenizas que al caer como fina lluvia van abriendo huecos en el núcleo que se creía firme pero que se descubre frágil, como huesos de cristal propensos a la rotura y de difícil unión cuando se quiebran. Ya no existe el elemento aglutinador. El hueso acaba fracturándose y el esqueleto vencido.

Desaparición, dos más de otras muchas que he vivido. No lo notas al principio, pero luego, al cabo de la suma de muchos días, comienzas a ser consciente de que el dolor de la pérdida junto al humano sentimiento de liberación --no siempre aceptado porque hace aflorar el malestar de la culpa-- ha provocado tensiones en lo que creíamos médula indestructible que amenazan con desintegrarla. Y vuelve el dolor y parte de nuestra vida se va por las brechas abiertas y te das cuenta de la importancia que los mayores tenían para la unidad del núcleo.

Sólo entonces puedes intentar ponerle remedio y, poco a poco, rehacer el nido.