TSti el mundo se detuviera en este instante o si un volcán cubriese nuestros pueblos de cenizas como a Pompeya, los estudiosos del futuro se verían negros para averiguar qué extraño sistema de vida llevábamos por aquí. Recorrerían las calles asombradísimos y al verlas plagadas de túmulos y salientes se preguntarían qué clase de brutos eran aquellos que se ponían trampas a sí mismos. Cómo explicarles que no son trampas sino defensas contra los que no respetan las normas de tráfico. Pudiera ser que alguno se pregunte, y qué pasaba entonces con los que sí las respetaban. Para esos, señor mío, ajo y agua. Y pudiera también preguntarse cómo que en la era de internet y la televisión por cable a nadie se le ocurrió corregir a los infractores con método menos rudimentario que el de tunear las calles con michelines. No hay respuestas. Avanzamos por el tiempo a trompicones, arrastrando por el rabo al mono que se empeña en no abandonar la jungla. Tampoco encontramos el modo de evitar que las niñas acaben en el vientre de los ríos. Sólo se nos ocurre meter a los asesinos en una jaula durante un puñado de años y consolarnos con pensar que así pagan su deuda con la sociedad. Pero hay quienes piensan que no hay pena máxima como la de que te maten a un hijo, entonces sí que te han condenado a la más triste de las cadenas perpetuas, a una perpetua tristeza de la que no es posible la reinserción. Y lo triste es que ocurre a diario. Ni tecnología ni sociología menguan el problema. Ruge la fiera en nuestro corazón y no sabemos cómo acallarla. Podemos abarrotar las cárceles hasta hacerlas reventar, podemos fusilar, electrocutar, pero la basura no se acaba, la tristeza no merma. La solución debe estar en otra parte, pero dónde. Acaso bajo las cenizas.