TEtl tumulto. La algarabía. La luz como suprema excitación. El tropel y la alegría. Los perfiles inciertos de la fiesta. Un empujón y un- ¡va por ustedes! ¡Que no veo! Siéntese, señora, siéntese. La lujuria que toma asiento. El humo y el embeleso. El sol, la ceguera y el éxtasis. Todo sincopado. Y yo allí.

Allí, un festival. Un pueblo. Una placita de quita y pon. Un toro mal encarado y faltón que te busca y que te encuentra. Un mal par de banderillas. Una salida poco airosa y un olivo muy lejano. Tal vez sí, tal vez no. Dos palitroques en la arena y un que si está gordo, que si es un mierda.

Y en eso una voz retumbó dentro de mí, donde dicen pasan frío los sentimientos, en ese recodo de las tripas que ningún médico ha visto. ¡Pon otro, pa que me ría! Pon otro, pa que me ría,- gritó aquella señora, tal vez, que estaba cerca de mí, en el mismo tendido, ante el mismo misterio del toro. Y se me pararon los relojes. Y por un minuto, largo y hondo, se me acabó el fuelle, la fiesta, el sol y la alegría. Pon otro, pa que me ría. Pon otro, pa que me ría. ¿De quién era aquella voz? ¿Era voz del pueblo? Son cosas que se oyen las tardes de toros. Y no nos hieren, y pasan de matute, porque están ahí mucho antes de estar nosotros. Nos tienen tomada ventaja. ¡Estará de Dios que así sean las cosas! Ay,- sí,- pero a mí me robó el aire aquel grito animal, hecho de desprecio y ofensa, a medio camino entre la baba y la bilis, torpe e ignorante a partes iguales, mísero y desdentado, sucio por dentro, con olor a mal vino y a nada.

Pero aquel banderillero, aquella plata, aquel trabajador que trabajando no engaña, tragó saliva y recogió los palos. Y se fue con su mundo a cuestas, su señora y sus niños, su hipoteca y sus cosas, a la cara de ese toro faltón y en Gólgota del dolor, en lo alto, puso otro par, señora,- ´pa´ que usted se ría.