La vida en el alero. Siempre en equilibrio inestable. Ella también tuvo veinte años y la vida por delante. Tuvo y fue. ¡Como si todos los verbos se conjugaran ya solo en tiempo pasado! El tener y el ser se le fueron muriendo entre las cuatro paredes de un geriátrico. A girones. Sin tregua. Sin perdón. Se fue apagando al mismo tiempo que dejó de recordar. De reconocer. De hablar. De sonreír.

Todo se fue desdibujando. Los niños jugando en la plaza. Los bombardeos. El luto por la muerte de su padre. Una vida más o menos como todas las vidas ordenadas. Un marido y dos hijos. Un marido bueno, un tonelillo de vino en el patio y, en el patio, aquellos azulejos de antes. Todo a su hora y todo por derecho. Luego murió su madre. Y luego su marido. Porque morirse es fácil. Y el tonelillo del patio se quedó sin vino y sin el eco de sus voces.

Un abrigo de astracán negro y, en una cajita de cartón, la cruz con que su hijo hizo la primera comunión. Cuando sus hijos vendieron su casa, salvaron las fotos, el abrigo de astracán negro y dos cristos. Un Cristo de Limpias, regalo de bodas, y un Cachorro sevillano. Cristo de la Agonía el primero, de la Expiración el segundo.

Al sol del atardecer, en el porche de la residencia, no recordaba haber estado casada. Ni que hubiera compartido su vida con un hombre bueno que bailaba poco. Ni el cine. Ni la reja. Ni siquiera la agonía de su padre. Ni a mamá Irene. Tenía los recuerdos subarrendados en cabeza ajena. Vivía ajena a sí misma. Sin dolor. Sin razón. En fuga de sus propios pensamientos. A la deriva de su propia carne. Porque la carne se le iba muriendo a trozos. Sin sangre dentro, como un tonelillo sin vino. Seco. Tan seca que hasta las duelas le crujían.

Aquel día los cielos amenazaban llanto. Amaneció entre estertores de agonía. Llevaba días en aquel cuarto (por lo que pudiera ocurrir). Un cuarto vacío de todo, hasta de esperanza. Solo un gotero, junto a la cama, parecía alzarse omnipresente. Como un hilito de algo que te conecta con algo que pudiera valerte de algo. ¡Nada! Las paredes limpias de todo adorno. Última estación de penitencia. Último tránsito. Limpio. Vacío. Desesperado.

Junto al gotero, soplándole los vientos, sonaban dantescos los estertores de la muerte. El aviso perverso de que el ángel negro estaba al llegar. Ni el Cristo de la Expiración que colgaba sobre el cabecero de su cama, la suya de verdad, la de ella y la de él. Ni el Cristo de la Agonía que le veló las noches desde el día que se casara. Ni el uno, ni el otro. ¡Nada! Solo los estertores. Los estertores de otro cristo en otra cruz. Goterones de sangre en cada espina. Cuajarones de haber vivido.

La respiración era escandalosa. A trompicones. Envuelta en miedos. Sin ni siquiera el tic tac de un reloj que le hiciera frente. Muy a lo lejos, muy de vez en cuando, unos pasos o unas voces. Ni siquiera un tic tac, solo aquellos estertores infernales,... Mi mano en su brazo frío y húmedo. Las piernas huesudas, descarnadas y, ahora, también amoratadas. Los huesos de las rodillas descomunales. Los pies vendados. Los ojos ausentes, los párpados rendidos. Solo el trocito mínimo de carne que mi mano apretaba parecía resucitado. A veces parecía que dejaba de respirar. Silencios como telegramas del pasmo. ¿Habrá muerto? ¿Cómo puede estar aquí, en un cuarto tan pequeño, algo tan grande como la muerte? Al menos eso pensaba yo mientras leía aquellos telegramas del Averno.

«¿Está enfermo alguno entre vosotros? Llame a los presbíteros de la Iglesia, que oren sobre él y le unjan con óleo en el nombre del Señor. Y la oración de la fe salvará al enfermo, y el Señor hará que se levante, y los pecados le serán perdonados», Epístola de Santiago 5: 14-15.

En eso llegó el sacerdote con los santos óleos. Se colocó la estola. Intentó en vano que ella le oyera. Ella no atendía ya a los vivos. Rezamos todos los presentes con el arrobo de la muerte presentida. Como si aquel padrenuestro de siempre fuera nuevo, como si no hubiera habido otros antes, como si ya no hubiera nunca más otros después. El sacerdote sacó la crismera plateada de su funda de cuero. Y dejó la señal de Cristo, Cristo de la Expiración, Cristo de la Agonía, en su frente y en sus manos. Y hubo consuelo para los que allí estábamos. Y el desaliento fue vencido. Como si la vida hubiera de ser eterna. Como si la paz pudiera a la muerte.

Quedamos solos otra vez. Vistas desde donde yo estaba, las rodillas, bajo la ropa de cama, parecían levemente flexionadas, como si alguien le estuviera clavando los pies a una cruz.

Calvario. Pocas horas después, aún no había anochecido, cesaron los estertores. Quedó todo en silencio. Los presentes nos miramos como dando por venido lo esperado. Aún hubo tiempo para los espasmos que suceden a la muerte. Movió por última vez los músculos del cuello y expiró.

Faltaban cuatro días para que cumpliera los ochenta y nueve.