Uno puede ignorar todo en asuntos jurídicos pero tener cierto concepto de lo que es justo. Cuando la Justicia se escribe con mayúsculas corre el peligro de alejarse de ese concepto para sumergirse en el mar de las leyes donde conviven, en más de una ocasión, la cuadrícula con la insensatez. La caverna rancia aplaude cada vez que hay un proyecto de norma en la que la autoridad es más autoridad, el poder tiene más poder y las libertades pasan a un segundo lugar en favor del orden bienpensante. De poco vale invocar el espíritu de la Ilustración o releer los once primeros artículos de la Declaración Universal de los Derechos Humanos porque cualquier reglamento echa por tierra el camino andado. La presunción de veracidad es el argumento que humilla al ciudadano frente al poder cuando nos encontramos en la habitual tesitura del testimonio de uno frente a otro. Si te tocas la oreja y el guardia dice que estabas hablando por el móvil, si te detienen y los policías que te han maltratado afirman que tú les has faltado, entonces estás perdido. De nada vale que la realidad haya sido otra porque unas profesiones son garantía de no mentir y el resto no somos nada. Dicen que sin esa figura tan antidemocrática de la presunción de veracidad no se podría sostener en pie el sistema. Amnistía Internacional lleva años denunciando la cantidad de condenas que se dictan aquí amparándose en este precepto, y hasta Alvaro Gil-Robles , que fue comisario de Derechos Humanos del Consejo de Europa, lo denunció en un informe del año 2005. Pero hasta que no lo sufrimos en nuestras carnes, no nos damos cuenta. Así somos.