TTtodos tienen prisa y nadie tiene tiempo. Las ciudades de ese Occidente que muchos llaman civilizado se definen así, con esas dos frases categóricas. La velocidad, esa magnitud física que expresa el espacio recorrido durante un determinado tiempo, se ha convertido en un derecho al que nadie está dispuesto a renunciar. Solamente se piensa en el día a día, sin poner los ojos más allá de pasado mañana. Da igual que acabemos volviendo a ir en burro, pero que ninguno se atreva a decirnos a cuántos kilómetros por hora tenemos que desplazarnos. Las portadas de los periódicos de hace 37 años son iguales que las de hoy: hablan de Gadaffi , de los límites de velocidad, de la crisis económica y del precio del combustible. En algunos países del norte de Europa aprendieron a desplazarse por las ciudades sin usar gasolina y todavía lo siguen haciendo a pesar de los rigores del clima. En cambio, en las zonas más cálidas de Europa, seguimos atando los perros con longanizas y maldiciendo a quien pone obstáculos al transporte en vehículo privado. Y quizá la solución no esté tanto en penalizarlo como en apostar en serio por el transporte público. Habría que hacerlo de tal manera, que sólo los muy tontos no acabaran optando por él. Y para eso nos queda mucho camino por andar: desde bajar radicalmente los precios del ferrocarril hasta llenar de carriles para bicicletas todas las calles y avenidas. Si no hacemos nada, los periódicos volverán a hablar de lo mismo dentro de 37 años. Cambiarán los actores pero el texto será prácticamente el mismo. Así que habrá que darse prisa: no tenemos tiempo.