Un hombre innominado --que resulta ser Quevedo -- escribe desde su celda una carta a Felipe II esperando que este le conceda la libertad. Sus lamentos constituyen un ingenioso monólogo en el que resuenan, entre otras, la voz de su abuela o la de su enemigo Luis de Góngora . Este es, grosso modo , el contenido de santo silencio profeso (de la luna libros, 2007), de Fulgencio Valares , "aspirante a aprendiz de todo y maestro de nada" que ha tenido el detalle de dedicarme su libro con un dibujo y varios insultos cariñosos, valga el oxímoron.

El escritor condenado a prisión es un tema literario recurrente. Basta escarbar en el baúl de la Historia para comprobar que es norma tácita de sus siglos parir escritores que den con sus huesos en la cárcel por escribir o hacer aquello que no debieran. Poco antes de santo silencio profeso yo había leído Cartas de la cárcel , de Louis Ferdinand Céline , uno de mis escritores preferidos --sobre todo cuando no se emborracha de su famosa petite musique celiniana . Un libro, en contraste con el de Fulgen, que el autor no concibió como ejercicio literario, sino como reivindicación de sus derechos. (Estas cartas fueron pergeñadas desde su celda en una prisión danesa, donde estaba confinado por haber publicado tres panfletos antisemitas).

Otros autores caídos en desgracia son Miguel Hernández, Wilde, Antonio Gramsci, Fray Luis de León o David González . He leído no sé dónde que los mejores escritores han pasado por la cárcel. De algún modo estoy de acuerdo al pensar que todo escritor lleva en su interior una celda cuyos barrotes trata de limar con el uso medicinal de la escritura.