Ahí está. Ni se inmuta. Un gato negro inmóvil desafía a todo el que cruza la puerta del cementerio. Custodia la entrada. Normalmente huyen cuando uno hace el amago de acercarse pero este clava los ojos a ver quién es la guapa que los aguanta. Ahí está. Hubo un tiempo en el que los gatos negros fueron aviso de augurio fatal. Menudo desafío para los supersticiosos. Mal fario. «Mal fario». Este parece que está orgulloso de su leyenda maldita. A Miguel Ángel Muriel (Cáceres, 1965) no le importa lo más mínimo. «Hay muchos». No cree en hechicerías ni en maldiciones. Y mejor que no lo haga porque su profesión ya las acumula todas. Es el enterrador.

Veinticinco años lleva entre lápidas. «Veinticinco el 21 de febrero». Queda menos de un mes para su aniversario. Él le resta solemnidad al asunto, como a los gatos negros, aunque entiende que su profesión genere desasosiego vista desde fuera. Resulta impensable que tu vida transcurra en un camposanto por voluntad propia. Cuando empezó lo llevaba peor. Pero será verdad eso que dicen que a todo se acostumbra uno. «Gustar no te va a gustar nunca». Ahora lo toma como algo anecdótico. Tanto que confiesa que cuando le preguntan a qué se dedica, suelta sin reparo que se gana la vida dando sepultura y hay quién piensa que le «vacila». Él está tranquilo porque ni a su mujer ni a sus hijos les incomoda que trabaje en el cementerio. Su día a día es de lo más normal. Llega a las siete y media y se marcha a las tres. Comparte cabina con otros compañeros. Son ocho. Podría hacerlo pasar por un trabajo cualquiera salvo porque ya tiene programados dos entierros a las once y media.

Miguel Ángel nació en Cáceres. «Catovi». Es un cacereño de toda la vida. Otro más. Se ríe. Recuerda que era joven y buscaba trabajo, salieron unas plazas para trabajar en el cementerio y sin pensarlo demasiado se presentó. No lo consiguió a la primera. A la segunda le llamaron para cubrir una baja. Desde entonces es custodio del camposanto. Serpentea el laberinto de mármol como quien pasea por su casa. Emprende un paseo improvisado. La ruta arranca en la zona más antigua, entre los imponentes panteones de los grandes nombres y ese halo lúgubre que solo ofrece la decadencia del paso del tiempo. Para más inri, el suelo luce empedrado con pedazos de lápidas antiguas porque no bastaba solo con leer los nombres a los lados. Las raíces han destruido el diseño original y la maleza oculta las cruces de unos cuantos enterrados a ras de tierra. Señala la parte más alta. «Ahí está el limbo». «¿El limbo?». «Los niños recién nacidos». Cruces blancas. «Estuvimos trabajando ayer ahí», apostilla con naturalidad.

Anécdotas tiene para escribir un libro. «Debería haberlas apuntado estos años», se lamenta. Ahora no se acuerda de ninguna. Seguro que habrá pero las suyas se las guarda. Eso sí, rememora una con el anterior responsable del cementerio, que fiel a las órdenes, no permitió a unos jóvenes entrar en camposanto fuera de hora y como reprimenda recibió un jarronazo en la cara. Gira a la izquierda y señala ahora unos estandartes de hierro. Apenas hay unos claveles y unos cuantos ramos en el suelo. «Es el monumento a los represaliados de la Guerra Civil». No llevará ni diez años en pie. Está ahí para demostrar que todos tienen derecho a llevarle flores a sus muertos. Aunque algunos crean lo contrario. Recorre otro pasillo y llega a la parte nueva, más laberíntica y muda si cabe. Solo hay silencio. «Por las mañanas no viene mucha gente». «Cada vez vienen menos, antes en los Santos había que apartar a la gente porque se colapsaban los pasillos», rememora. Los tiempos cambian. El cacereño asegura que las nuevas generaciones cada vez se alejan más de los rituales funerarios de sus abuelos. Los tiempos cambiarán pero el dolor siempre es el mismo. Él mismo es testigo. En estos años ha enterrado a amigos y a conocidos. Ha visto pasar a familiares. Da fe y no es religioso. Escéptico como el que más. Parece la única salida para quién ve la muerte cada día. «Dicen que cuando nacemos empezamos a morir», dice sin ser consciente de que la suya es una profesión eterna. Otro gato negro. Normal, hay muchos.