TStería firmemente partidario de que no existieran prohibiciones. Así, con carácter general: ninguna limitación a priori, prohibido prohibir. Especialmente si se hubiera conseguido instaurar de forma efectiva el buen senso generalizado, la universalización de la empatía, la extensión del civismo teórico y práctico al último ciudadano, y la asunción por parte de la totalidad de la población de conceptos tan básicos como el de no perjudicar con nuestra libertad al de enfrente. Y ahí es donde se me viene abajo el principio, momentáneamente. Porque todavía hay demasiada gente que conduciría a 200 por hora si no hubiera radares, que no pagaría al fisco si no hubiera inspectores, y que se fumaría un puro en un restaurante de carretera a dos metros de tres niños asmáticos. Sí, a los que nos gustaría que no hubiera nada prohibido nos joroba que tenga que haber leyes urbanísticas que impidan construir industrias químicas en medio de parques naturales, o que se tenga que castigar a quien cuelga los galgos de un árbol. Pero la realidad es que todavía son demasiados los que no entienden que su libertad acaba donde empieza la de los demás, y que en caso de conflicto hay que establecer alguna norma. Que alguien se case con otra persona de su mismo sexo, coma murciélagos, se meta en una sauna a 100 grados, rece mil rosarios o se bañe en salsa de guindillas me trae al fresco. En algún caso me preocupa, no voy a mentir. Que existan prohibiciones de torturar animales, fumar en espacios cerrados, o tirar basuras en el monte no quita libertad a los posibles infractores sino que se la da a otros. Pensemos en eso.