TLtes contaba el lunes que en Cáceres, los niños de las josefinas éramos tan redichos que cuando necesitábamos ir al baño, les pedíamos a las sores permiso para ir al cuartito. Después me he enterado de que había un colegio aún más cursi en la región: las escolapias de Mérida, donde, recuerda mi mujer, cuando precisaban del lavabo, lo demandaban solicitándoles a las hermanas permiso para ir al petit. Así, a la francesa. La diferencia entre las escuelas públicas y los colegios de pago estaba en esas cuestiones tan sutiles: en las escuelas había retretes y en los colegios, cuartitos y petits.

Ya puestos con los eufemismos, hoy voy a enfrentarme a uno de los demonios colectivos que están en la raíz de esa pusilanimidad de la que nos acusamos los propios cacereños. Me refiero a la manera tan particular que tenemos en Cáceres de llamar al pene. Aquí, cuando somos niños, nos enseñan a referirnos a él como la pirulina. Léanlo con detenimiento, reflexionen y reconozcan que una ciudad que llama pirulina al pene no puede tener arrestos para dar un puñetazo en la mesa y pelear por su futuro. La de bromas que tenemos que soportar los cacereños cuando contamos por ahí esta vergonzante manera de referirnos a nuestro aparato reproductor. Porque ya sé que el tamaño no importa, pero sí acompleja y lo de pirulina es un baldón que nos colocan en la cuna y ya no nos abandona mientras vivimos. Ya sé que en otros sitios le dicen la meonina, la michina o la chorrina, pero son términos donde predomina lo afectivo. Lo de pirulina, en cambio, es, ante todo, humillante.