A mí, la época del destape me cogió entre Villanueva y Badajoz, en un autobús de línea. Era un puente parecido a este de la Constitución y la Inmaculada, pero más pequeño, porque antes los festivos no se estiraban tanto. Entonces yo no tenía muchos años, aunque los suficientes para que mis padres me dejaran viajar solo hasta la capital pacense cada vez que el calendario juntaba varios días en rojo. Fue en una de esas ocasiones cuando, recién estrenada la moda de los vídeos en los autobuses, el conductor deslumbró a todo el personal con una de las joyas cinematográficas de Pajares y Esteso . La pequeña pantalla se inundó de señoras mostrando sus pechos y corriendo tras dos señores que pasaban sus vacaciones en la costa. Un tiempo y numerosos viajes después descubrí (con resignación) la relación de los puentes con la costa y (con horror) el gran número de películas que rodaron estos dos actores. Entonces supe que los puentes no estaban hechos para mí. Ahora también sé que la palabra, o su concepto, tiene algo de repelús ancestral. En la Edad Media se tenía el convencimiento de que si una persona moría por la noche y su sombra se alejaba, había muchas posibilidades de que al intentar cruzar por un río no pudiera llegar a su objetivo final, que era la otra vida. Si sucedía esto, la sombra regresaba al cuerpo de su dueño, quien terminaba transformándose en un fantasma. De ahí nació la costumbre de algunos pueblos de construir puentes. Curiosamente, los puentes festivos también se construyen para huir y cruzar ríos y costas, con la falsa esperanza de no tener que volver al cuerpo que se deja atrás. Yo, al menos, lo veo así, aunque es posible que pensara de otra forma si la época del destape me hubiera cogido en un día laboral, en vez de en mitad de varios festivos.