TAtgosto estaba considerado el mes más perezoso. No podías hacer nada, porque la tienda de la esquina, la panadería de enfrente y hasta tu bar favorito colgaban carteles de cartón malo, siempre escritos a la ligera por la prisa de largarse. En ellos leías "Cerrado por vacaciones", o "bacaciones", que de todo había entonces, cuando los niños estrenaban flotador cada verano y los mayores veraneaban. Si tenías una avería, te aguantabas. El fontanero y el electricista también estaban por ahí y a tu llamada respondía el contestador: este servicio permanecerá cerrado hasta el veintitantos o treinta. Así que decidías vacacionar tú también, aunque fuera dormitando en el turno que hacías para suplir al afortunado que holgaba en la playa. Poco a poco, hubo estratos sociales que empezaron a prescindir de esos periodos festivos de agosto: Primero los parados, que no tenían ni un duro y eran cada vez más; después los de la economía sumergida, que andaban sacando unas perras, pero no podían gastárselas alegremente en agosto; más tarde se adhirieron al grupo avacacional los autónomos que habían despedido al último dependiente y hacían ellos sus funciones, seguidos de los agentes inmobiliarios que no tenían nada que vender, los funcionarios de sueldo mínimo y una larga fila de personas y personajes venidos a menos. Quedaban disfrutando el descanso estival apenas jueces, abogados, diputados y bastantes políticos, entre ellos los presidentes de los distintos gobiernos. Cuando, de buenas a primeras, han tenido que sumarse al grupo. El francés sin su costa azul, el inglés sin la toscana, el italiano de vuelta y el español- ¿alguna vez, por cierto, dejó de vacacionar?