Es muy duro despedirse de alguien a quien tanto se quiere, más aún cuando la partida llega de forma inesperada. De repente, sin imaginarlo, sin temerlo, esa madre, esposa, hermana, ese ser que alegraba nuestros días, se marcha en silencio, y un vacío inmenso, agobiante, penetra en nuestra existencia de forma brutal. Y todo es como un sueño, irreal y extraño, un mal sueño que negamos una y otra vez para no afrontar la realidad, mientras esperamos que con la luz del día el dolor se desvanezca y todo sea mentira.

Hermana, es mi deseo decirte lo mucho que te quiero, cuánto has llenado mi vida y lo mucho que ya te extraño. Sé que este dolor es compartido en el corazón de toda tu familia y amigos, que el consuelo es hoy difícil para tu esposo y tus hijos, pero también sé que aún en la tristeza más profunda la llama de la esperanza permanece, y para quienes creemos en la existencia de una vida más allá de la muerte sabemos que tú hoy descansas en la alegría celestial del Señor, en compañía de nuestros padres amados.

A veces no expresamos lo que sentimos y guardamos los sentimientos sin pensar que tal vez mañana sea tarde. No sé cuándo fue la última vez que te dije que te quería; quiero creer que tú sabes lo importante que eres en mi vida, tú que siempre has estado tan cerca de mí, que compartimos charlas y tardes de domingo, confidencias, alegrías y tristezas. Será difícil acostumbrarse a no oír tu voz, sentir tus manos o escuchar tu risa. Será difícil vivir sin ti. Ya es difícil estar aquí.

No quiero decirte adiós, porque el adiós es algo definitivo y tu partida no es sino el comenzar de tu existencia eterna. Cuesta hablar; quisiera decirte tantas cosas y un nudo en la garganta me lo impide, pero yo sé que desde donde tú estás lees en mi corazón, donde un cariño inmenso te recordará siempre. Y así, cada día, tu memoria habitará en nuestras almas, desde el cielo velarás nuestras vidas, y a través del tiempo y la distancia, siempre estarás con nosotros.

Te queremos.

Juan Díaz Acedo

Cáceres