Mi buena estrella me llevó a él. Nos abrazamos a primera vista. Él a la espera, yo al acecho. Él, más viejo y más sabio, y yo a las puertas de querer saber. Y querer vivir. Porque en los libros se vive. Y en los libros de viejo, loados sean, se vuelve a vivir. Descasaba ausente en una feria de viejo. De libros viejos; descarriados, descartados, desnortados y también desdentados... Un libro viejo en una caseta de viejo en un pueblo viejo de la vieja España. De esa España ida, viejuna, que no alienta sino a escondidas. Un libro, como todos los libros que han vivido, crucificado a lo vivido, a las manos que lo han sostenido y a los ojos que lo han leído. Y, entre otros, entre muchos, éste tenía los clavos a la vista y la sangre aún fresca. Nos hablamos y comenzó el idilio entre el hombre y el libro.

Era un libro extraño. Viejo, sin duda. Encuadernado en piel. Extrañamente encuadernado en piel; piel de primerísima calidad que, a buen seguro, no había sido su encuadernación original. Era un trabajo primoroso ya ajado; cuarteada la piel, sobada, rendida,… Delicadamente grabada a punzón y, lo que más me llamó la atención, con el título primorosamente escrito a dos tintas, letras capitulares en rojo y negro, sobre el cuero. El trabajo denotaba buen gusto y aún mejor conocimiento de la obra. Una dulce mezcla de sabiduría y gracia. Y tiempo, porque aquello había requerido de tiempo, de mucho tiempo. Y todo sobre una edición barata del Quijote. Casa Editorial Maucci, sin fecha; Calle Mallorca 66, Barcelona. Quizá 1911. Una edición sin ilustración alguna, humilde, pero en buen papel biblia y, originalmente, encuadernada en cartoné rojo. Un libro, muy librito, pero también muy hombre.

Inquerido el librero me dio algunas pistas. Me contó, y por cierto lo doy, que el libro había venido a él de la biblioteca de uno que fue exiliado tras la guerra y, que, pasados los años, se avino a morir en España. Que según le contó quien se lo vendió, este extraño libro, fue el único que sacó de España, en su maleta de hijo sin madre, de exiliado sin patria, de español sin España, el día que embarcó para el extranjero. Alicante, Valencia,… un barco que se aleja, una bandera de España tricolor y una cubierta para llorar lo perdido.

Lo compré. No recuerdo haber pagado mucho. Probablemente porque no vale nada. Porque tiene algo de frankenstein, de bajel pirata, de ola y de mar. Y se vino conmigo. Y desde entonces vivimos juntos. Lo coloqué en mi alcoba junto a una edición soberbia de las Sonatas de Valle y una pequeña escultura de Botero de cuando Dios tuvo a bien dejarme pisar el ruedo de la Santa María bogotana. Aliento y carne. Oro, incienso y mirra. Y, cuando duermo, me miran.

En 1835 Larra escribió: «Por poco liberal que uno sea, o está uno en la emigración, o de vuelta a ella, o disponiéndose para otra; el liberal es el símbolo del movimiento perpetuo, es el mar con su eterno flujo y reflujo.» Lo escribió porque era liberal. A Don Carlos, en Valcarlos, le bastó con decir: «¡Volveré!». Las dos Españas y en medio nada, o casi nada. Quizá solo Chaves Nogales. Otro exiliado en Londres. Como Salvador de Madariaga o Arturo Barea o Luis Cernuda, y así en la larga letanía del exilio de las letras y el pensamiento. Como un siglo antes lo fueron Espronceda y el Duque de Rivas. La tragedia de España. La guerra. La familia rota. Las penurias económicas. El desarraigo. La pérfida Albión. Y, en la maleta, un Quijote.

Dicen que Salazar Chapela, otro exiliado republicano en Londres, iba a la sala de pintura española de la National Gallery a respirar España. Cuando Leopoldo Panero se estableció en 1946 en Londres para abrir el Instituto de España trabó amistad con Luis Cernuda. Dos poetas. Dos españoles a orillas de la niebla. Quizá el problema de España sea el mucho sol y la mucha luz. Allí, entre tinieblas, se les borraron las querellas que el sol, inmisericorde, despierta. El sol cainita de España. Y pudieron ser amigos. Y Cernuda pisó España, pisando aquel Instituto de España del 102 de Eaton Square.

En las escuelas debería ser de obligada lectura el prólogo de «A Sangre y Fuego» de Manuel Chaves Nogales. No lo es porque nos avergüenza a todos, y aquí seguimos en pie de guerra, levantando a los muertos. El sol, sin duda, el sol. Y mientras, los restos de Chaves Nogales siguen, desde 1944, en el cementerio londinense de Fullham, parcela CR19, sin lápida, sin nada que le nombre,… bajo un sol hereje. Tan lejos de Sevilla. Desterrado.

En una de las hojas de cortesía de mi Quijote peregrino, alguien, con bella letra y pulso firme, escribió: «Antonio Soto Londres y abril de 1940». ¿Cómo serán las primaveras en Londres? ¿Cómo será el mes de abril sin azahares? Antonio Soto fue amigo y compañero de Chaves Nogales desde los tiempos de El Heraldo de Madrid, allá por los años veinte. Él informó por carta a su familia de su muerte. Soto, en la necrológica que radió la BBC, recordó unas palabras del propio Chaves Nogales, pero que bien pudieran ser cervantinas: «Los males de la libertad solo con libertad se curan». Por eso mi Quijote peregrino duerme conmigo. Porque de él, de ellos, podría decirse lo que otro poeta del exilio, Juan Rejano, dejó dicho de Antonio Machado: «le hallaron España en el pecho».