Mariano Rajoy tuvo ayer una oportunidad de oro para respaldar a su ministro de Justicia, Alberto Ruiz-Gallardón, al que ha encomendado la difícil tarea de restringir la ley del aborto. Pero dejó pasar el tren, lo que sugiere que, o bien el exalcalde de Madrid está prácticamente solo en su cruzada por convertir España en uno de los países con legislación más dura en la materia, o bien que la Moncloa ha diseñado cuidadosamente una estrategia que pasa por que Gallardón asuma, de momento en solitario, el coste de sacar adelante un proyecto que ni siquiera genera consenso en las filas del PP.

Tras varios días de una indisimulada agitación interna, en los que solo el titular de Interior, el ultracatólico Jorge Fernandez Díaz, ha defendido a Gallardón en su intención de limitar la posibilidad de interrumpir voluntariamente un embarazo si el feto sufre malformaciones o discapacidad, el presidente dijo ayer que ese asunto "está debatiéndose dentro del Gobierno".

Con estas palabras Rajoy dejó claras dos ideas: que el proyecto de reforma no está ni mucho menos cerrado y que impedir abortar a embarazadas que se enfrentan a la tarea de traer al mundo a un bebé con una enfermedad grave o una esperanza de vida limitada es un tema tan espinoso que genera división en su propio gabinete.

Horas antes, la secretaria general del PP echó en cara al titular de Justicia el secretismo con el que acomete la reforma, al comparar su elaboración con otra de las normas que también generan gran controversia: la ley de educación. "No ha habido reuniones internas en el PP como sí ha pasado en el ámbito de la educación. No hay ni siquiera una idea de lo que va a ser el proyecto", remató.