Había una vez un gobierno que era una rana de oro croando feliz junto a una charca, mientras pensaba en sus virtudes, su gran inteligencia y la fortuna de ser así. En todo el bosque era conocido su seductor carácter, aunque había animales --sapos, culebras y algún estúpido pájaro de mal agüero-- que le tenían menos aprecio. Saludaba a todos por las mañanas, pero sabía bien de quién tenía que preocuparse. Un día apareció un presumido escorpión, caparazón brillante, corpulentas pinzas, robusto aguijón, de nombre Usca, cuyas malas artes eran de sobra conocidas, mucho más para ella. Llovía, y con tanto artejo, el bicho se movía mal entre barro y agua, así que solicitó amable a la rana que le llevara a la espalda hasta encontrar refugio al otro lado. La rana le mira. Sonríe porque no le va a permitir que la engañe y, a mitad de camino, le clave el aguijón y la mate. Dice Usca: verás, rana, no voy a hacerte daño, ya ves, hemos firmado un documento, si no lo respeto y te clavo el aguijón, nos hundiremos los dos. Comprenderás que no voy a matarte para morir yo. Je, je, croa la rana. Este se cree que no he leído a Esopo, piensa. Y responde: no, porque eres un escorpión y cuando me mates dirás que lo hiciste por tu naturaleza. Saltó al medio de la charca, donde lucía el sol, entre el aplauso de arañas, libélulas y el gesto torcido de algún pájaro de mal agüero. Estaba tan contenta de su ingenio que se olvidó de su propia naturaleza. Era una rana Venenosa Dorada quien, al calor, exuda un veneno potentísimo. Tanto, que al sacar la lengua para relamerse por su victoria se impregnó de su propia toxina y, paralizada, se hundió. Sin escorpión ni otros venenos. Sola.