Caracas es una ciudad exuberante. Todo crece hasta límites difíciles de asumir por el que llega por primera vez. Una ciudad sin medida.

El verde de sus árboles; la longitud de sus calles y de sus atascos; la belleza de sus hombres y de sus mujeres; la inseguridad; la amabilidad de sus gentes; las noches cálidas... Una ciudad donde los contrastes también son exuberantes. La pobreza más miserable junto a la riqueza más ostentosa; la vegetación desbordante del monte Aguila junto a las chabolas que abarrotan los cerros que lo circundan; el agobio de los atascos en la autopista del Este, que recorre la ciudad como una columna vertebral, y la placidez del barrio de Altamira, donde se sitúan las mansiones más hermosas que he visto.

Hace poco más de un mes, leí, en uno de sus periódicos de tirada nacional, que una mujer ciega se movía sola por sus calles guiándose únicamente por el olor. ¿No se le puede llamar a eso también exuberancia? La de ella, y la de los olores que pueblan esta ciudad donde todo es excesivo. Incluso, las actuaciones de sus dirigentes. Una ciudad que ahora clama, en un grito multitudinario, porque han cerrado la televisión donde nacieron las telenovelas más exuberantes.

No pondré a Radio Caracas Televisión como ejemplo de nada. Algunos incluso dirán que sus expresiones, contrarias al régimen chavista, se acercaban peligrosamente a la incitación al golpismo, yo no entraré en esas valoraciones, pero creo que la defensa de la democracia no puede realizarse cerrándole la boca al opositor. No. La democracia también debería ser exuberante.