TStupongamos que alguien tiene la feliz ocurrencia de colgar una foto tuya en su red social. Pongamos que la foto es un poco indiscreta, sin rayar en lo ilegal o vergonzoso: tú un poco achispado, tú en bata y zapatillas de estar por casa, tú luciendo lorzas en Benidorm. Te enteras, porque, para más recochineo, el bromista te invita para que puedas verte en vivo y en directo, compartido con sus conocidos o cualquiera que pueda unirse al fascinante mundo de la falta de intimidad. Navegas incrédulo en un mar proceloso de conversaciones banales, fotos y perfiles de personas que se fingen casi perfectas. Y te indignas de ver tu foto colgada sin tu permiso. Y te indignas más cuando ves que gente desconocida puede comentarla. Entonces, empieza el calvario: el autor no puede o no sabe cómo quitar la información. Ha creído no ofender a nadie e ignora que uno debe estar muy seguro de lo que cuelga en internet, porque se convierte en contenido casi eterno. Y mientras, tú sigues en bata o achispado, a la vista de todos, esperando que el administrador de la página, en su omnipotencia, decida escucharte. Y eso que no hay peligro en una simple foto, pero sí en este intercambio gratuito de palabras, mentiras y atentados contra la intimidad que suponen algunas veces las redes sociales. Repasen el horrible crimen de la niña de Sevilla. Repasen los comentarios de internet y las respuestas del presunto asesino, en un intercambio de acusaciones protagonizado por menores. Hay que tener cuidado con lo que puedan contemplar los ojos inocentes de los niños. Algunas redes tienen poco de sociales y mucho de trampa para alevines incautos.