La elección del sucesor de Benedicto XVI se dilucida entre conservadores poco inclinados a las reformas profundas y conservadores dispuestos a hacer de la necesidad virtud, acometer cambios estructurales y rescatar así a la institución del descrédito aunque sea a costa de dejar algunos pelos en la gatera. Cuantos han entrado en la Capilla Sixtina con esta convicción pretenden sanear la arquitectura jerárquica de la institución, controlada por una curia inclinada a parchear los escándalos con el silencio; pretenden aclarar las cuentas y acabar con el clima conspiratorio y los cuervos que revolotean por la plaza de San Pedro y aledaños. Temen los cambios como cualquier conservador que se precie, pero son conscientes de que no es posible seguir como hasta ahora, con la Iglesia en las páginas de sucesos un día, sí y otro, también.

Esa es la misión que los conservadores reformistas asignarán al próximo Papa. Sin largar velas en el proceloso mar de la revisión del dogma, que implica participar en el debate de los valores de la posmodernidad, tenido como relativismo moral por el Papa saliente. No hay en el cónclave un solo cardenal de quien se sepa que aspira a esta otra reforma, que no es funcional, sino doctrinal. Pero acaso la reforma funcional que se presume como tarea inmediata sea imposible sin la otra, aunque en las tipologías de posibles papables que se manejan se habla casi en exclusiva de transparencia, pederastia y luchas de poder.

En cambio, una parte significativa de la grey católica que asiste a una sucesión de situaciones escandalosas se pregunta si cabe aplazar una revisión del legado moral (divorcio, aborto, homosexualidad, eutanasia) en un mundo cambiante. Pero ni siquiera los cardenales estadounidenses que aparecen en las quinielas se refieren a esa otra reforma que es inabordable por un cardenalato dispuesto solo a elegir entre diferentes modalidades de conservadurismo.