Las carpas y tiendas de campaña se suceden unas junto a otras, sin orden ni concierto. Familias de seis, ocho, o más personas se apretujan en el reducido habitáculo de lona que ahora les sirve de vivienda. Las mujeres tienden la ropa como pueden. El polvo lo envuelve todo. El lugar tiene todo el aspecto de un inmenso campo de refugiados. Pero no estamos en ningún rincón inhóspito de Oriente Próximo ni en Darfur. Estamos en la ciudad peruana de Pisco, que quedó prácticamente reducida a escombros cuando el pasado 15 de agosto un fuerte terremoto, de magnitud 7,9 en la escala de Richter, sacudió la región de Ica (que incluye las provincias de Ica, Pisco y Chincha).

Según los datos oficiales del Instituto de Defensa Civil (INDECI), el seísmo causó 519 muertos y casi 2.000 heridos. Unas 90.000 familias (500.000 personas) perdieron sus viviendas. La comunidad internacional se movilizó con rapidez para hacer llegar la ayuda humanitaria, y comenzó la distribución de víveres, agua potable, mantas y medicamentos. Plásticos, tiendas y carpas evitaron que los damnificados tuvieran que dormir en la intemperie.

Seis meses después, las cosas no han mejorado demasiado. Pisco, destruida en un 85%, es una ciudad fantasma. Edificios desventrados; solares vacíos. Y gente viviendo en las carpas.

La plaza de Armas, el corazón de la urbe, conserva una herida dolorosa. De la iglesia de San Clemente solo quedan en pie las dos torres laterales. La nave central se derrumbó en plena misa y 147 personas perecieron sepultadas. Los oficios religiosos se celebran ahora bajo una lona instalada donde antes había la nave. En el solar vecino, se amontonan aún algunos escombros. Un perro husmea alrededor.

MAS EJEMPLOS SANGRANTES En el otro lado de la plaza, los agentes de la Policía Nacional atienden al público en unos barracones de madera. La comisaría quedó muy dañada, con el techo literalmente partido en dos. "Nos prometieron una reconstrucción rápida, pero aún no han puesto ni una piedra", se queja José Pantoja. El policía no tiene reparo en criticar a las autoridades de quienes depende. "El Ministerio del Interior debería coordinarlo, pero todo se pierde en la burocracia", dice.

Dos calles más abajo, unos módulos prefabricados de madera, también fruto de las donaciones internacionales, se alinean en una y otra acera donde antes había viviendas construidas. Y en la calle de al lado, y en la siguiente. No se acaba nunca. Estamos en el barrio de la Alameda, borrado del mapa. Quedan también restos de escombros.

"Parece que Pisco haya sido bombardeada", afirma el alcalde, Juan Enrique Mendoza Uribe, que se confiesa "un damnificado más". Mendoza, compungido, nos cuenta cómo una hermana suya, de 45 años, murió y él perdió su hogar. "Ahora estoy alojado en la casa que era de mi hermana. Cómo es el destino; su casa quedó intacta y ella murió en otro lugar, cerca de la plaza de Armas. Ahora vivo con mi cuñado viudo y sus dos hijos".

José Enrique Manchín es un trabajador portuario. A los dos meses del terremoto, y gracias a la ayuda del Gobierno turco y de algunas oenegés internacionales, logró volver a reagrupar a su familia (14 personas, con su mujer, dos hijos, padres, hermana, cuñado, sobrinos...) en tres tiendas dentro del solar que ocupaba su casa. "Tengo trabajo, pero me da para lo básico. El sueldo mínimo en Perú es de 550 soles (unos 130 euros) y para levantar la casa necesitaría 40.000 dólares (27.000 euros). Es imposible".

El Gobierno ha establecido una ayuda de 6.000 soles (600 en efectivo y 5.400 en materiales de construcción) para las familias damnificadas.