Antiguamente las que estaban tristes eran las princesas, ahora las entristecidas son sus madres, las reinas. Tal es el caso de Isabel II de Inglaterra quien, no hay más que verle la cara, no encuentra consuelo ni en sus perros, ni en sus caballos, los únicos seres vivos de su entorno que, al parecer, no le han traicionado. Lo que la pasa a la reina de Inglaterra es de fácil diagnóstico: está sola y está mayor.

Las personas que han tenido ocasión de conocerla, aseguran que la soberana británica es una mujer amable. Isabel II tan seca en sus apariciones en público no lo es en privado y, además, se solía tomar las cosas con sentido de humor, inglés of course.

Pero a Isabel II se le ha caído la parada, al mismo tiempo que la venda. Ninguno de sus hijos ha hecho el más mínimo sacrificio con el que, a ojos de los ciudadanos comunes, se hicieran perdonar los privilegios que cuentan como familia real. Se cuenta que la reina de Inglaterra es una tacaña porque va por las habitaciones del palacio de Buckingham apagando las luces, pero ese gesto no es más que una manera de demostrar a los londinenses que andan mirando el palacio que allí dentro no se despilfarra. La reina Isabel II compensa con su austeridad el gozar del privilegio de vivir en un palacio.

Al final de su vida, Isabel ve que ya nadie de su familia piensa como ella. Carlos quiere a toda costa casarse con Camilla pero sobre todo abandera la nueva manera de entender la monarquía: tenerlo todo sin renunciar a nada alegando que tiene derecho a ser feliz. Isabel II sabe, y por eso debe estar triste, que las nuevas generaciones podrán tenerlo todo, pero al final tendrán que renunciar a la monarquía.