Renuncias a veces es sinónimo de rendirse. Si somos sinceros (con sinceridad auténtica, no con esa otra que se parece tanto a la zafiedad e insiste en hablar sin importar a quien ofende) tenemos que recordar cuántas veces con la vieja excusa del tiempo libre hemos dicho que no a algo porque nos suponía un esfuerzo. Necesitamos tiempo, aseguramos. Por eso renunciamos a lo que podría hacernos felices. Por eso compramos horas en trabajos que no nos gustan. Para dedicarlas cuando ya no podamos a las cosas que sí nos apetecen.

Renunciamos a escribir, a pintar, a aprender música. No aprendemos a jugar al ajedrez o no tenemos hijos o dejamos para fin de año juntarnos con los amigos. Cuando me jubile tendré tiempo para todo, nos decimos, sin darnos cuenta de que a este paso, la edad de la jubilación nos pillará casi con un pie en el otro mundo, y no precisamente América.

En la vida, estamos hechos tanto de lo que aceptamos como de lo que dejamos atrás. Esas renuncias que creemos pequeñas van marcando el camino como las piedras de Pulgarcito y se encienden por la noche, como luciérnagas acusicas, justo antes de dormirnos. Está claro que no podemos decir que sí a todo, pero deberíamos ir aprendiendo a seleccionar. Sobre todo para que lo que dejamos no acabe siendo mayor que lo que tenemos y para que los segundos no se conviertan en arena que se escapa entre los dedos. Puede que ya no estemos a tiempo de saltar como Nadia Comaneci o nadar como Tarzán , pero aún quedan cosas que nos esperan, postergadas y olvidadas desde la infancia, ese paraíso en el que el camino a casa aún necesitaba de miguitas de pan.