TTtengo un deshumidificador en casa y no sé qué hacer con él. Se ha convertido en un electrodoméstico molesto que rumia su inutilidad por las esquinas. Cuando vivía en Galicia tenía en casa dos deshumidificadores. Uno era barato, sencillo y portugués; el otro, sofisticado, caro y americano. Los encendía acabando septiembre y ya no los apagaba hasta mediado mayo. Su ronroneo me acompañaba a todas horas y acunaba mis sueños húmedos. Gracias a ellos, la ropa se secaba, la alergia a los ácaros se mitigaba, la temperatura de la casa subía dos grados, los armarios no olían a putrefacción y los zapatos no se ponían mohosos. Sólo debía preocuparme de vaciar cada 12 horas los tres litros de agua que recogían en sus cubiletes. Cuando regresé a Extremadura, cerré un ventajoso trato artístico: le cambié a un pintor de cierta fama el deshumidificador portugués por un cuadro y me traje a Cáceres el aparato americano. El cuadro viste mi vestíbulo de modernidad geométrica, pero el deshumidificador se ha convertido en un cachivache que ni decora ni ronronea.

En inviernos tan secos como el que estamos pasando, cada casa extremeña se convierte en un museo de obsolescencias: paraguas, gabardinas, tendederos interiores, gorritos de agua... el deshumidificador. Además, las pieles se escaman, los labios se hostigan, las caras se resecan, la caspa se encabrita, las gargantas se enrabietan... Ya sé que eso no es nada comparado con los estragos que la sequía provoca en el campo, pero que conste que los urbanitas melindrosos también sufrimos sin agua.