Cazar en el Coriano no es ninguna broma. Hay un montarrañal de retamas en el que acaba uno perdiendo la paciencia. Eso es «seguir a una perdiz por una ladera» como decía El Barbas en La caza de la perdiz roja.

Sí, ya sabemos que la autóctona pasó a la historia; pero les aseguro que la que abatimos ayer volaba como un rayo. Dejamos los coches, Enrique y yo, ahí donde acaba la pared y empieza el abertal. Atacamos una ladera fragosa por la izquierda, con el sol naciente a la espalda, siguiendo ambas laderas del cauce de un arroyo seco que baja hasta la Rivera de Fresneda.

No vimos sino a una, descolgada de un raspil, que iba en Pekín. Y ni un tiro a pelo ni a pluma. Dimos sobre el barranco que se cierne sobre el cauce de la rivera, en el que plateaban algunos charqueros de las últimas lluvias y, por la umbría boscosa de retamas, volvimos cara al sol, dando una vuelta de padre y muy señor mío. Fue ahí, al empezar los pasos de retorno, cuando la Lima, la braco de Enrique, levantó dos perdigochas. Una, ni la vimos; la otra nos pasó por la cabeza y abatimos con un tiro de cola. Ari fue a por ella y se cebó un poco con tenerla entre los dientes ¿Por qué le gustarán tanto las plumas?

El regreso, con el sol de cara, se tornó penoso, y con tanta escasez, peor. En los coches nos encontramos con Nicolás R., que anda el hombre a duras penas. «¿Qué te pasa, Nicolás?» «Pues ya ves, que estoy desfandangao». Enrique se quedó por allí, a ver si levantaba alguna más y nosotros, Ari y un servidor, nos vinimos a matar el gusanillo del café en el bar de la Mariana. Luego, carretera y manta. Una mañana de sol y sudor que no pega, no señor, casi en noviembre, con estas calores descompensadas y tardías. Qué tiempo más bobo, carape. Van a acabar por tener razón los de la pamplina esa del cambio climático. Mañana de fatigas en las retameras de el Coriano. H