La excusa de la Nochevieja me ha servido para llevar la cámara a casa de mis padres y así tomar unas fotografías de la familia al completo. Es la primera vez que lo hago: este tipo de eventos tan previsibles casa mal con la chispa de la creación fotográfica, sobre todo teniendo en cuenta que nos reunimos en un espacio cerrado bastante prosaico: el salón de la casa en la que nacimos los cuatro hermanos. Confieso pues que tomé las fotos sin demasiadas expectativas a sabiendas de que hay situaciones y paisajes más excitantes que inmortalizar.

Pero cuando, días después, pasé las fotos al ordenador, me di cuenta del gran valor de las imágenes navideñas (en general), que suele estar no en la habilidad artística del fotógrafo de turno sino en la importancia de los retratados. Estas reuniones tienen algo de festivas y mucho de examen. Son, por así decirlo, el debate anual sobre el estado de la familia. Acudimos a ellas para echarnos unas risas en santa compañía o, en el peor de los casos, para llorar amargamente la ausencia --a veces definitiva-- de un ser querido. El valor de las fotos que tomé, digo, no es artístico sino emocional. En ellas aparecen hermanas, cuñados, sobrinos, en fin, se ve a toda la familia festejando la entrada del nuevo año. El 2010 no se ha cebado con nosotros, y prueba de ello es que hemos vuelto a estar todos, grandes y pequeños, apiñados al calor de la última noche del año, dispuestos a reírnos abiertamente de cualquier insignificancia. Es ley de vida que algún año tendremos que echar de menos a alguien, pero hasta que llegue ese momento seguiremos sonriendo exultantes a la cámara.