En el año 1972, estalló en el colegio menor Luisa de Carvajal de Cáceres la revuelta de los uniformes caídos. El Luisa de Carvajal se encontraba donde hoy está el centro cultural San Jorge, cabe la Preciosa Sangre. En lo que hoy es la sala de proyecciones de la Filmoteca de Extremadura se ubicaba el comedor. Allí fue donde las internas se confabularon para exigir algo que hoy parece impensable: que las universitarias no llevaran uniforme.

Era el último año del colegio universitario de Cáceres pues en 1973 se crearía la Universidad de Extremadura. En la región no había colegios mayores ni existía la costumbre de que los estudiantes vivieran en pisos. Para cursar Filosofía y Letras, Enfermería o Magisterio, los padres buscaban pensiones o internaban a sus hijos en un colegio menor.

Las costumbres entonces eran muy diferentes, hasta el punto de que había estudiantes de 3 de Filosofía y Letras que acudían a clase con el uniforme del internado: faldita gris de tablas, rebeca y chaleco de punto azul marino, camisa blanca, medias azules y zapatos negros. Además, los horarios eran espartanos: a las siete tenían que estar en el colegio menor para asistir al estudio y los sábados y los domingos sólo podían salir de tres de la tarde a diez de la noche.

TEJANOS BAJO LA FALDA Las muchachas empleaban trucos como llevar los pantalones vaqueros remangados y en el primer portal se los bajaban y metían la falda en una bolsa. Pero en una ocasión, un compañero de clase le preguntó a una de ellas, inocentemente, si es que no tenía dinero para más ropa que aquella y se formó una pequeña revolución que acabó con el uniforme obligatorio, al menos para las universitarias.

Los tiempos han cambiado una barbaridad, pero el proceso ha sido lento. Hasta los años 80 no aparecieron en Cáceres los primeros pisos de estudiantes. Había pocos, estaban sobre todo por la barriada de Pinilla, eran muy caros y ofrecían pocas comodidades. Es una delicia escuchar al escritor Juan Copete relatar anécdotas que reflejan el cutrerío de aquellas viviendas sin calefacción, sin nevera, sin lavadora, sin ascensor a las que había que subir las bolsas de la compra atadas a una cuerda que lanzaban los compañeros de piso desde el balcón.

A cambio, había libertad de horarios y para vestir como se quisiera. Fueron los años dorados del campus de Cáceres, los de la movida y la revolución perpetua, los de La Madrila convertida en uno de los espacios míticos de la juerga universitaria española, que colocaba Cáceres a la altura de Granada, Salamanca o Santiago de Compostela en el imaginario colectivo de los estudiantes del país.

La ciudad creció, los pisos del centro empezaron a quedarse vacíos y sus propietarios descubrieron el negocio del alquiler universitario. Nacían nuevos colegios mayores y residencias para albergar a los 7.000 estudiantes del campus. Los horarios se relajaban y las viviendas se dignificaban. Pero a cambio, la movida se moría de éxito.

Acaba de comenzar un nuevo curso universitario y tres señales identifican las ciudades extremeñas con campus: los novatos pintados recorriendo sus calles, las fiestas desde la sobremesa al amanecer y los anuncios de pisos recolgando de semáforos, farolas y marquesinas de autobús. Pero son pisos con ascensor, lavadora, nevera, mesa de ordenador y los hay que incluso se anuncian con ADSL.

Alquilar un piso sale por entre 120 y 150 euros la habitación, a lo que hay que sumar la comida y los gastos de luz y agua. En cuanto a residencias, oscilan entre los 400 euros en las privadas hasta los 460-80 de un colegio mayor. Aún hay en Cáceres una residencia de monjas que mantiene cierta disciplina horaria, sólo admite chicas y ejerce un sutil control sobre las actividades de sus huéspedes.

En las residencias de la Caja de Extremadura, de la Diputación o de la Universidad, la libertad es total dentro de un orden y aún quedan por la calle Margallo algunas residencias de las de toda la vida de patrona-abuela que mima a sus pupilos, mucama negra en la cocina preparando platos caseros de olores sustanciosos y habitaciones luminosas y familiares. Treinta años después, la revuelta de los uniformes ha dado paso a la revuelta del jueves noche. Ante la imposibilidad de celebrar fiestas callejeras, se impone la costumbre nórdica de llevar el guateque a los pisos. El curso pasado, los partes policiales de los viernes rebosaban de denuncias de vecinos hartos de escuchar el Requetón hasta las 7 de la mañana en la habitación de al lado. Este curso, el botellón casero será el tema estrella.