Soy miope, alérgica y de piel muy sensible a los cambios de temperatura, o sea, no estaría jamás en la lista de supervivientes si aún predominara la selección natural. Sin la inestimable ayuda de los antihistamínicos, me sería imposible salir a la calle en primavera. Y ni siquiera soy original, lo que tampoco es un consuelo. Miles como yo deambulan sonámbulos por los paseos de la ciudad. Se les reconoce fácilmente: ojos pequeños, gafas de sol, nariz enrojecida y estornudo constante. Lo justo para pasar desapercibido en un vino de honor. Solo quien ha pasado una noche en vela sin poder respirar, o quien ha caído en la cama con el sueño pesado de los bebés, pero sin su efecto reparador, sabe de qué estoy hablando. Sin embargo, ahí estamos, al pie del cañón. Evitando el amanecer y el atardecer, buscando la sombra como modernos vampiros. Se preguntarán cuál es el impulso que nos lanza fuera de nuestras guaridas. Uno de ellos es la costumbre de trabajar, de buscarnos el pan de cada día, aunque una vez finalizada la labor, nada tendría que obligarnos a volver al exterior tan dañino. Pero somos así, humanos, frágiles, necios y caducos. Alérgicos, sí, pero sensibles a la belleza y al bullicio, no solo al polen de las gramíneas. Empieza abril y el campo se llena de lilas, y los parques, de flores rojas que hay que cortar enseguida antes de que se marchiten. Comienza el Womad, continúan las romerías y se entremezclan las ferias del libro. Y el vampiro, ojos rojos, nariz irritada y moqueo constante, se lanza a vivir la ciudad. Luego se arrepentirá, pero estalla mayo, y, a pesar de las lágrimas, una rosa es una rosa.