Las rotondas son un invento maldito. Como la invasión de los bárbaros, esos círculos infernales llegaron del Norte y fueron conquistando la meseta. Primero fue una, luego otra, y ahora colonizan con su estupidez todas las entradas a la ciudad, los antiguos cruces, cualquier encrucijada convertida ya no en prueba del destino, sino en certeza de la habilidad de ver quién se incorpora primero. Son la prueba de que el tiempo es circular. Puedes dar vueltas y vueltas y esperar durante años a que algún conductor dé la intermitencia que permita adivinar adónde gira, mientras contemplas la metáfora mayor de la existencia, mero espectador del movimiento de los otros. Recuerde que usted no tiene la prioridad, recuerdan los carteles, para más inri. Quizá la culpa no sea de las rotondas, igual que el cuchillo no es el asesino o la cuerda no mata al ahorcado. Quizá la culpa provenga de algunos conductores, con la mala educación, la prisa, la prepotencia de aquí llego yo y me incorporo cuando me da la gana, que para eso conduzco un todoterreno que no conoce más tierra que la de mi jardín. O un jeep de cazador de safari que no ha visitado ni el zoo. Y desde mis alturas os contemplo, pobres turismos. Quizá. Pero hoy no andaba con ganas de meterme con la gente, que luego dicen que critico demasiado. Por eso he preferido dedicar la columna a la estupidez circular, perenne y absoluta de las rotondas. Son ceros partidos por la mitad por quienes se empeñan en convertirlas en rectas, encefalogramas planos, mentes obtusas que trazan diámetros de sangre en la esfera del reloj siempre parado de las víctimas de accidentes de tráfico.