En 2005-2008 no fue el todopoderoso cardenal arzobispo de Madrid, Antonio María Rouco Varela, quien gobernó con la mano de hierro que acostumbra al episcopado, sino un obispo del ala abierta, Ricardo Blázquez, entonces obispo de Bilbao y hoy arzobispo de Valladolid, con fama de incapaz de dar un puñetazo sobre la mesa.

Paradójicamente fue durante su mandato cuando los tambores de guerra en la relación con el Gobierno socialista sonaron más fuerte. Hubo entre la jerarquía eclesiástica quien, como García Gasco, se permitió incluso hacerle un feo a De la Vega leyendo un discurso crítico durante una cena en la embajada española ante el Vaticano a la que había sido invitado. Cuando Rouco regresó en el 2008 a la cúpula del episcopado, que ya había ocupado entre 1999 y el 2003, el fuego de la tensión estaba ya a punto de apagarse.

Sucede que Rouco nunca dejó de mandar en la calle Añastro, sede madrileña de la Conferencia Episcopal (CEE). Durante el trienio en el que fue desalojado de la presidencia lo hizo por persona interpuesta: el secretario portavoz de la CEE, Juan Antonio Martínez Camino, recompensado después con el cargo de obispo auxiliar de Madrid.

Antinacionalista

La CEE siempre ha sido el feudo de Rouco. El purpurado gallego ha hecho y deshecho a su antojo, primero con Juan Pablo II y después con Benedicto XVI, ajeno a las aproximaciones entre el Gobierno y el Vaticano. Y como fruto de su tenacidad ha logrado que una promoción de sacerdotes jóvenes que comulgan con sus postulados alcance puestos de responsabilidad como obispos. Ese es el caso de los obispos de San Sebastián, José Ignacio Munilla, y Bilbao, Mario Iceta, por ejemplo, una operación con la que ha logrado barrer al sector de prelados de sensibilidad nacionalista de la cúspide de la Iglesia vasca.

El cardenal de Madrid, sin embargo, ha perdido predicamento a la hora de trazar las relaciones con el Gobierno español. Bertone, y por extensión, los nuncios del Vaticano le han restado protagonismo, incluso desautorizándole en ocasiones.

Otro factor que le ha restado poder a la hora de influir en esa esfera es la marcha a Roma, a partir del 2009, del cardenal arzobispo de Toledo, Antonio Cañizares, con el que durante algún tiempo formó tandem en la CEE, pero del que acabó distanciándose a la hora de afrontar el despido de Jiménez Losantos. Rouco se resistía a echarlo, pero Cañizares se pasó al bando deseoso de expulsarle.

Uno de los episodios que evidenciaron la voluntad del Vaticano de llevar las riendas de la relaciones con el Gobierno al margen de la CEE se produjo poco antes de las elecciones generales del 2008 que revalidaron a Zapatero en el poder. Después de que el episcopado difundiera un comunicado en el que recomendaba no votar a los socialistas, el PSOE montó en cólera.

Incluso el ministro de Exteriores de la época, Miguel Angel Moratinos, católico practicante, arremetió contra los obispos por "integristas, fundamentalistas y neoconservadores". La maquinaria vaticana no tardó en ponerse en marcha para minimizar los daños. A comienzos del 2009 se produjo otro episodio reseñable. La CEE, presidida de nuevo por Rouco, se desentendió de la visita que Bertone, hizo a la Moncloa, donde Zapatero y De la Vega le explicaron algunas iniciativas demonizadas por el episcopado español, como la nueva regulación del aborto y, de paso, asegurarle que no tenían intención de revisar la letra de los acuerdos con el Vaticano de 1979.