TPtara acabar esta serie de crónicas sobre mi viaje europeo en compañía de 50 jóvenes extremeños, quiero contarles mis experiencias sobre el ruido. Como saben, los españoles tenemos fama de ser muy alborotadores y de parlotear a gritos. Recuerdo que la última vez que visité París, estaba hablando con mi mujer en voz baja y un caballero se dirigió a nosotros para hacernos notar que no parecíamos españoles por lo bajo que hablábamos. En esta ocasión, sin embargo, fue diferente: paseando por los Campos Elíseos, un gentleman inglés me afeó mi voz potente y llegó a encararse conmigo por hablar tan a la española. En mi defensa argumentaré que no es lo mismo hablar relajadamente con una esposa que controlar histéricamente a siete adolescentes alborotadas a punto de extraviarse porque se detienen en cada tienda del camino.

Pero dejando a un lado las excepciones, me centraré en el ruido de los restaurantes y, la verdad, tan ruidosos son los franceses, los holandeses y los belgas como los extremeños. Durante los entrantes reinaba un silencio comedido. Es decir, como en cualquier restaurante de Badajoz o Plasencia. A medida que los platos iban llegando y el Beaujolais y el Burdeos actuaban, los decibelios aumentaban y a los postres, los restaurantes de Amsterdam, Bruselas, Brujas o París eran un batiburrillo de risas y voces tan abigarrado y estentóreo como si comiéramos en Cáceres o Mérida. Por cierto, los restaurantes europeos y los extremeños, al igual que se han equiparado en el ruido, también se han igualado en los precios.