Hay personas hechas de otra pasta distinta al resto de nosotros. En una época en la que los mitos cobran por preocuparse de sus mechas más que de jugar al fútbol, ellos son los verdaderos héroes. No salen en los telediarios ni copan las portadas de las revistas. Se dedican a realizar su trabajo en silencio y en silencio también desaparecen, dejando solo la huella de una tarea bien hecha.

Se me ocurren muchos nombres, pero hoy me gustaría hablar de Saad Eskander un simple bibliotecario, un hombre entre libros que se pelea diariamente con la administración para conseguir más fondos. No tiene nada diferente al resto de bibliotecarios, tan solo el lugar donde desempeña su trabajo. Ha vuelto a abrir la biblioteca de Bagdad, saqueada e incendiada durante la guerra. Valiosos manuscritos, libros antiguos y el archivo se perdieron por completo. Ahora abre muy pocas horas al día, dependiendo del suministro eléctrico casi siempre escaso. Se formó en Londres, pero ha vuelto a Irak para hacer algo útil, aunque llegar a su trabajo pueda costarle la vida y a veces tenga que buscar los cadáveres de sus ayudantes en la morgue.

No parece tener mucho sentido su tarea. En un país en guerra hay cosas más urgentes que los libros. Pero ahí está, empeñado en la normalidad, en que la gente vuelva a leer entre las ruinas, aunque sea en páginas rescatadas a las llamas.

Qué peligrosos deben de ser los libros cuando siempre acaban en hogueras. O censurados o prohibidos. Para muchos, una biblioteca da tanto miedo como un arsenal de armas químicas. Para otros, un libro también es un arsenal de armas, solo que cargadas de futuro.