Faltaban seis días para que muriera el dictador y el Gobierno de España daba una de las primeras puñaladas al pueblo saharaui. Era un 14 de noviembre de 1975. Mientras el equipo médico habitual intentaba alargar la agonía del tirano, su gobierno vendía al pueblo saharaui y lo dejaba en manos de la monarquía alauí. Desde entonces todo han sido promesas que se hacían un día y que a la mañana siguiente se diluían como un azucarillo en el agua. Cuando escribo estas líneas Aminatu Haidar está todavía con vida en el aeropuerto de Lanzarote, arropada por la solidaridad de unos pocos y con la incomprensión y el desprecio de muchos. La han llamado obstinada por negarse a tener un pasaporte de una tierra que no es la suya y otros han dicho que sólo buscaba protagonismo. Los más desalmados ven en ella un obstáculo para las buenas relaciones de vecindad hispano-marroquí y no una cuestión de dignidad y justicia. En las relaciones entre España y el Sahara es en las que uno advierte el mayor abismo entre los gobiernos y la ciudadanía. Mientras cientos de casas de Extremadura y de toda España acogen cada verano a unos niños de piel oscura y ojos brillantes, los gobiernos han tratado traicioneramente a este pueblo que malvive en las arenas de Tinduf. En 1976 hubo quien se atrevió a ir allí y mostrar su apoyo solidario, pero en cuanto pisó la moqueta de los palacios se olvidó de todo aquello. Aminatu puede ser el punto y final de tanta injusticia española con el Sahara o un simple punto y seguido. Todo depende de si estamos dispuestos a ponernos del lado del débil o del poderoso. A veces lo fácil no es lo más digno.