Bartolomé García Paniagua vio las primeras luces de este mundo en la localidad de Ahigal, allá en el antiguo alfoz de la Villa y Tierra de Granadilla, en el septentrión cacereño. Su infancia y adolescencia transcurrió correteando las agrias y onduladas tierras de su pueblo, echando una mano en la modesta economía familiar, que, como la de la mayoría de los vecinos, se enfocaba hacia las actividades agropecuarias. Años de escasez y de alguna que otra penuria, pero, tal vez, con mayores dosis de solidaridad y sin el malsano individualismo que impera hoy. Todos los miembros de la familia, chicos y grandes, aportaban lo que buenamente podían para que la vida cotidiana fuera un poco más allá de la simple subsistencia.

Aquellos años, cuando Bartolomé (Bartolo para los amigos) salía de casa, ya estaba viendo revolotear en los huertos aledaños los ruidosos grupos de los chachapínih (carboneros comunes) o escuchando el melifluo canto de los colorínih (jilgueros). Si se adentraba por tierras con chaparros o con monte bajo, no era extraño que las chilraérah (trigueros) lanzasen al aire sus fuertes chirridos, o que las chínchah (pinzones) trinasen con enfático floreo. En lo alto de algún árbol deshojado, dentro del monte bravío, el gallu (alcaudón real) imitaba las llamadas de otros pájaros, para atraerlos, darles muerte y empalarlos en las espinas de los galapéruh u otros arbustos. No muy lejos andarían sus parientes los rehcaldónih (alcaudón común), con su cogote achocolatado.

Por los caminos polvorientos, Bartolo se encontraría a las terrosas cutuvíah (cogujadas), siempre en pareja, como los guardias civiles, o vería a algún engañapahtol (alzacola), revolcándose entre el polvo. Bartolo sabía que se acercaba el frío cuando observaba a las churubíah (lavanderas) dar sus pasitos galantes y balancear graciosamente la cola. Disfrutaba, en primavera, oyendo el canto histérico del nervioso y asustadizo tehtarú (bisbita) y contemplando los nidos, cual cestas colgadas de las ramas, de los toríbiuh o gurrupéndulah (oropéndolas). Alguna que otra vez había visto, entre los extensos pastizales de las tierras onduladas, la corteza (ortega) y, al atardecer, al extraño y siniestro capachu (chotacabras), ambos con increíble capacidad de camuflaje. Había pájaros por doquier. Por las charcas y lagunejos anidaban las gallarétah (zampullines) y hasta en la torre del campanario, en los huecos que dejaban los sillares, se refugiaba la jorli (cernícalo). Escandalosas bandadas de pegóchah (urracas) recorrían los términos, y jollécuh (papamoscas gris) y pirpiñuélah (collalbas), saltando de rama en rama, mostraban, respectivamente su pelaje gris ratón y su negro antifaz sobre los ojos.

Bartolo fue muchas a veces a nidos, como todos los muchachos. En ocasiones, se cogían los huevos, se miraban al trasluz y, si se apreciaba que no estaban güéruh (empollados), se les quitaba un pellizco del cascarón y se absorbían. Un rico sorbete proteínico para cuerpos morenos y cenceños. Había nidos y pájaros en la mayoría de los huertos y había que poner espantapájaros para que no se comiesen las cosechas. Y cuando granaban las mieses, era preciso joseálah (espantarlas), remeciendo un cencerro y lanzando grandes voces.

Suboficial

Un día Bartolomé tuvo que dejar a sus pajaritos por cerros y por valles y, procurando abrirse futuro, se alistó voluntario en el ejército. Vistió el caqui algún tiempo y, luego, ingresó en la Guardia Civil. Se caló el tricornio y cumplió sobradamente con el benemérito cuerpo por Cataluña, donde pasó a la reserva con el grado de suboficial.

Puesto que matrimonió con la santibañeja Trinidad Calvo Calle, hija de otro miembro del mentado cuerpo, Félix Calvo Montero, ya fallecido, decidieron abandonar Barcelona y venirse a Extremadura. Pusieron su residencia en Santibáñez el Bajo, a escasos tiros de honda de Ahigal, y por estos pizarrales y berrocales continúan.

No ha olvidado Bartolo a sus pajaritos. Pero le entristece el panorama que presentan los campos que él correteó siendo un zagal. Varias especies de aves ya no se han vuelto a ver y otras han menguado considerablemente. Bartolomé es consciente que el haber disminuido en toda la zona la siembra de cereales influye negativamente en la proliferación de muchas aves. Hace hincapié en los cientos de tórtolas autóctonas que anidaban por los encinares. Apenas se ven ya. En su lugar, la tórtola turca, ave alóctona, está invadiendo los terrenos que antes colonizó la autóctona. Pero Bartolo también echa gran culpa al abuso de herbicidas y pesticidas, que mata irremediablemente la microfauna del suelo y causa enormes perjuicios a las aves, envenenándolas y dando lugar a que sus huevos no eclosionen.

El amor que siente Bartolomé por sus pajaritos le ha convertido en un San Francisco de Asís redivivo. Intentando paliar el desastre ecológico que está aniquilando la avifauna, sembró el pasado otoño una finca de su propiedad con una fanega larga de centeno, en el pago de Los Carazos, al pie de la carretera que conduce de Ahigal a Santibáñez. Ahora, en cuanto entró el estío, ha segado el cereal y lo ha dejado sobre el suelo, para que los pájaros se acerquen a picotear el grano. Incluso él mismo desgrana a mazazos las espigas y le pone en bandeja la comida a las avecillas del cielo. Con el tiempo, seguro que los pájaros se acercarán donde el hermano Bartolo y comerán en su mano.

Un ejemplo a seguir en muchos de nuestros medios rurales. Pero, lamentablemente, abundan más los depredadores que, con sus garrafas a las espaldas, se dedican a fumigar los campos y tienen la osadía de decir que ellos solo se esmeran en "curar las hierbas".