Y si hay una comisaría próxima, olvídense de aparcar, porque tanto la calle delantera como la trasera están reservadas en exclusividad para los vehículos de los policías, que a tener en cuenta el inmenso espacio del que disponen deben de conducir no coches sino transatlánticos.

Junto a los edificios oficiales: no se puede aparcar. Junto a embajadas: no se puede aparcar. En la zona centro: no se puede aparcar. En las calles emblemáticas: no se puede aparcar. Madrid es un coto privado donde está terminantemente prohibido aparcar. Allí están prohibidos los automóviles y están prohibidos sus conductores.

Lo mejor, pues, es moverse en metro o en autobús. Pero si uno ama la paz puede ahorrarse cualquier tipo de movimiento en la gran capital y quedarse en la pequeña ciudad de interior, que sigue siendo símbolo de calidad de vida lejos del mundanal ruido. Por el momento, en estas ciudades --al menos en asuntos de tráfico-- el ciudadano es eso, un ciudadano, y no un pecador en potencia obligado a ir con un talonario en el bolsillo para firmar cheques si no cumple a rajatabla las imposiciones arbitrarias dictadas por los dirigentes de turno.

Madrid era antes una ciudad alegre, llena de encanto; ahora es una caja registradora en la que incluso los semáforos tienen instalados radares delatores.

Háganme caso y no viajen a Madrid. Pero si tienen que hacerlo porque quieren disfrutar de una obra de teatro o un partido de fútbol, háganlo a sabiendas de que sus efectos secundarios. Y es que cuanto más grande es una ciudad, más cruel es el Gran Hermano inquisidor que todo lo sabe, todo lo ve y todo lo multa.