TSteptiembre tiene la densa consistencia del dulce de membrillo, el perfume dulzón de los finales. Se desliza entre el calor y la lentitud de agosto y las lluvias (ojalá) de un otoño que no acaba de comenzar. Se cuela un frío extraño en las mañanas que nos hace cargar con chaquetas innecesarias luego al mediodía, hacen daño los zapatos, la piel necesita un bálsamo. Todo se vuelve urgente en un momento.

Septiembre huele a libro nuevo y gomas Milán. Hay un regusto a lápices Alpino en todas las carteras, a pesar de los años y una sensación que crece en la boca del estómago, justo donde empiezan las náuseas. Está hecha de gimnasios, cursos de idiomas, separaciones y academias. También de incertidumbres, bajo este sol que resbala dorado a través de las rendijas de la persiana. Con quién me tocará sentarme, qué profesor me dará clase, dónde irán mis padres cuando se cierre la puerta, qué tal se portará mi hijo, nos echará de menos, podré ganarme a los alumnos, a ver qué tal lo hago.

Esas palabras vuelan entre los llantos y el sonido del timbre. Después de tantos años, aún las siento. Nacen desde dentro y se apoderan de tu respiración, vuelves al colegio, no importa de qué bando. O vuelven tus hijos. Y me alegro de sentirlas. Esa pequeña angustia ante lo desconocido nos diferencia de los muertos. Esa increíble capacidad de inventarnos cada curso nos hace humanos. A todos, padres, profesores y alumnos. No entiendo cómo siendo tantos los que empezamos no podemos unirnos con un interés común, lejos de políticas y partidos. No sé por qué en el mes de los buenos propósitos hemos que vivir de despropósitos ajenos.