Confieso que me dedico a observar a la gente cuando escucho un discurso. No es que no atienda, sino que me gusta ver el recorrido que las palabras pronunciadas van dejando en cada uno de los que escuchan. Unos simulan estar abducidos aunque están pensando en Cancún, mientras que otros parecen despistados y toman nota de forma disimulada. Hace unas semanas estuve en un acto en el que intervinieron cinco personas. Las cuatro primeras resumieron sus mensajes en diez minutos cada uno. La quinta y última se dedicó a repetir con parsimonia y monotonía lo mismo que sus antecesores y, lejos de amilanarse, todavía tuvo agallas para proseguir veinte minutos más con su propia cosecha. Fue el más aplaudido de todos no tanto por el contenido, que ya conocíamos, sino por la alegría que había supuesto la finalización del discurso en sí. Esta semana, que en Extremadura tendrá un sabor muy portugués, me he acordado del jesuita luso António Vieira , que comenzó una carta disculpándose por lo larga que era ya que no había tenido tiempo de hacerla más breve. Hoy, a la hora de coger un micrófono, hay quien jamás pide disculpas y quien nunca se preocupa de organizar y resumir sus palabras para evitar que los oyentes abran la boca como leones. Nos estamos convirtiendo en un pueblo con enormes dificultades para expresarse oralmente en público, en un país donde todo se hace por escrito, desde las clases de idiomas a los más duros exámenes. No somos una potencia mundial en discursos y tenemos pocos sucesores de Castelar. Así que en esta cuestión habría que superar a Gracián y afirmar que sólo lo breve puede llegar a ser bueno.