Mientras escribía Historias de Ciconia experimenté momentos de desaliento y de muchas dudas. ¿Realmente merecía la pena escribir una novela con una estructura tan compleja? ¿Era necesario dar vida a tantos personajes (120) en tan pocas páginas? Presentía que el mío iba a ser un esfuerzo baldío. Contra todo pronóstico, en algunos círculos ha sido bien entendida y apreciada. Un ejemplo lo tuve el pasado sábado en La Plata, esa preciosa ciudad argentina que vive injustamente a la sombra de su hermana mayor: Buenos Aires.

El acto tuvo lugar en un lugar soberbio, el Palacio de la Municipalidad, que mira a la Catedral, de estilo neogótico, la más grande de América. Decía que el Palacio de la Municipalidad es soberbio. Soberbio y frío. Por suerte, tal como me advirtió Stella Maris Velazco (¡qué gran mujer!), cabeza visible de la organización, el calor humano pronto haría acto de presencia. Y así fue. Poco a poco fui acostumbrándome a que los asistentes, extremeños o descendientes de extremeños, conocieran los lugares descritos en la novela: El Santuario de la Montaña, La Sierra de la Mosca, El Parque de Cánovas (camuflado bajo el nombre de El Parque de Asturias), La Plaza de Italia- Me resultaba realmente extraño que personas de otro continente, por muy vinculadas que estén con Extremadura, sintieran cercanas las claves del libro. Por momentos tuve la sensación no de estar en La Plata sino en la propia Ciconia. O Siconia, que es como la novela salió anunciada en el folleto de Festejos de la Hispanidad. Siconia es un bonito nombre. Y es que los platenses son así: tienen buen gusto hasta para las erratas.