Fago era ayer un pueblo fantasma. El temor sellaba a cal y canto las puertas y ventanas de sus casas. Nadie sabe nada. Los vecinos se debaten, unos entre la conmoción, y otros, ante el convencimiento de que lo sucedido era cuestión de tiempo. Fago, provincia de Huesca, fue el viernes escenario de un crimen único. De las 25 personas censadas, una murió en una emboscada en la carretera. Era el alcalde, Miguel Grima, un hombre singular que, según confirmó ayer la autopsia, falleció de un disparo con escopeta de postas. La investigación sigue bajo secreto de sumario.

Ejemplo de la más bella arquitectura pirenaica, Fago, un pueblo con nombre de árbol (haya en latín) debe su riqueza al bosque y a la ganadería. De ellos ha sacado los recursos para levantar su casco urbano, considerado como uno de los más bellos de España.

Pertenece al valle de Ansó y comparte con Ansó su administración. Ambos están situados en la frontera de Aragón con Navarra, bastante aislados del resto de la región jacetana. Su ayuntamiento es un consejo abierto formado por el alcalde y la asamblea vecinal.

Desde Navarra, tras un túnel de piedra natural, una primera casa de teja plana y chimenea redonda guarda la entrada al pueblo. Una vez dentro, un cartel en el único bar del pueblo y varias pegatinas en puertas de casas llaman la atención. Son protestas de vecinos que desde el 2005 se repiten. Enfrente, el cartel de anuncios del consistorio recoge bandos con prohibiciones y avisos firmados por el alcalde.

Algún vecino que se atreve a hablar recuerda el acaloramiento de los plenos y también numerosos juicios entre el alcalde y los vecinos, la burocracia asfixiante, leyes y normas constantes, licencias denegadas, obras públicas sobredimensionadas, cuentas poco públicas.

"Cuando uno discrepa, hay otros mecanismos", apunta el párroco de Ansó, dejando ver clara la hipótesis del asesinato que más se baraja. "Cuesta creer que alguien haya hecho esto porque son vecinos tranquilos". Las puertas de muchas de las casas están protegidas por la flor del Sol, que pone a resguardo a los vecinos de los malos espíritus. Pero la tranquilidad se había visto quebrada hacía unos años y los conflictos no parecían encontrar solución.

Algunos vecinos, ganaderos jubilados, no daban crédito a lo sucedido. Su miedo se traducía en silencio. Pero otros habían tomado un papel más crítico. En una pegatina podía leerse: "Empadróname, déjame ser ganadero, déjame jugar al baloncesto... cuéntame las cuentas, déjame tener una terraza con mesas de verano. Tolérame. Déjame vivir en paz".