TMtenos mal que ya se ha terminado. Como he comentado en alguna otra ocasión, no me gustan las campañas electorales. No me gustan las frases preparadas y dichas con el tono preciso para levantar los aplausos. No me gustan los dardos cargados de mala fe. No me gustan esos cansinos días de propaganda y demagogia. No me gustan los trasnochados mítines donde todo está calculado, desde el chiste fácil hasta la descalificación insultante pasando por la conexión con los telediarios. No me gustan las campañas porque me aturden y consiguen además, al menos a mí me pasa, el efecto contrario que los partidos persiguen. Quieren convencer y mientras más énfasis ponen menos creíbles me parecen. Son dos semanas en las que sobran demasiadas palabras y tras las que acabo pensando más en lo que callan que en lo que dicen.

Si yo fuera su único elector, podrían ahorrarse las ronqueras y los viajes. Yo voto, pero pensando en el partido que mejor puede representar a la sociedad que deseo. Lo otro, las voces desaforadas, las palabras inútiles, la descalificación del contrario y la demagogia, todo eso, ni me interesa ni me influye. Afortunadamente ya ha terminado y hoy podemos dedicarnos a lo que realmente importa, a ir a nuestro colegio electoral y votar. No he perdido la capacidad de emocionarme cuando enseño el carnet e introduzco la papeleta en la urna, y la misma emoción escondida detecto en los electores con quienes coincido. En esos instantes me siento importante porque la papeleta es mi voz y con ella deniego y otorgo. Lo mejor de las campañas es el momento en que acaban, cuando cesa el ruido y adelantamos la mano hacia la urna. "Votó".

Me encanta. A partir de ahora comenzarán a deteriorarse los inútiles carteles, y las fotos de los candidatos irán perdiendo pedacitos de papel con la inexorable lepra del tiempo.