TAt las puertas de un restaurante de carretera hay un camión cargado de vacas. Son las dos de la tarde y luce un sol de verano, pero me temo que a ellas no las llevan de veraneo precisamente. Algo triste tienen estos camiones que recuerda a las películas del Holocausto, aunque deben ser figuraciones mías, que la caló me vuelve sentimental, porque en el restaurante la gente sólo piensa en vacas por partes y después de los entremeses. Curioso que en el periódico de la barra la primera noticia que me encuentro sea que el Congreso de los Diputados aprobó este miércoles una proposición no de ley para que el Gobierno se sume al Proyecto Gran Simio, iniciativa internacional que defiende los derechos de los chimpancés, gorilas, orangutanes y bonobos. De aprobarse la ley, quedarían prohibidos el maltrato, la tortura, la esclavitud, utilizarles para experimentos o investigaciones, en espectáculos o cualquier fin comercial. Y yo me pregunto, por qué los primates sí y las vacas no. Pregunta retórica y de vacile, claro, que uno tiene sus lecturas y sabe que los animales ni sufren ni padecen y que su sistema nervioso es un alarde de la Naturaleza, que tiene esos excesos. A ellos igual les da que los mates con el arte de Cúchares que con una cuchara. Animalitos. Si respetamos a los simios es sólo porque guardan cierto parecido con nosotros. Con unos más que con otros, las cosas como son. Pero al proteger a los primates me da a mí que nos mueve más el amor a nuestra propia apariencia que la piedad por otras formas de vida. Si esas vacas se parecieran un poquito al camionero que las lleva, otro gallo les cantaría. Pero, ay, son animales sin corazón y sin alma, y él el rey de la Creación. Sólo hay que mirarlo cómo come.