Las compañías de seguros no son un dechado de virtudes. Hay algunas que te resuelven los problemas de mala manera y casi todas esconden con letra microscópica una cláusula traicionera. En cambio, son pocos los insensatos que van por ahí sin suscribir algún tipo de seguro porque, a pesar de lo mejorable de muchos servicios y prestaciones, es algo que se nos ha ido quedando en nuestra cultura de lo cotidiano. No ocurre lo mismo en otros países, en los que la palabra póliza se confunde fácilmente con paliza . Aquí también nos han quedado restos de tercermundismo en algunos aspectos de las costumbres vitales y en el ejercicio de la ciudadanía. Así, mientras en los países escandinavos apenas se concibe trabajar sin estar sindicado, aquí se ha extendido el bulo de que hacerlo es meterse en jaleos, ser un protestón o un buscador de líos. Incluso nombras la expresión caja de resistencia y algunos van a buscarla junto a la de los fusibles. Si me pusiera a detallar aspectos criticables de cada sindicato me quedaría sin espacio en la columna, pero hoy me parece más preocupante la estigmatización casi unánime de cualquier tipo de reivindicación colectiva contraria a los intereses de los poderosos. El descrédito fabricado ha calado en capas sociales desfavorecidas, se despotrica mucho donde no hace falta, y al final no se acierta en relacionar los problemas con sus causas. Hoy hay parados y trabajadores precarios que creen que les favorecerá una reforma laboral llena de barbaridades, como la propia Esperanza Aguirre reconoce, y siguen pensando que eso de sindicarse es como hacerse un seguro en Burundi.