Hay películas con las que te ríes y otras de las que te ríes. Y hay otras en las que sorprendentemente se dan ambas situaciones, como ocurre con Suave como el visón , que acabo de ver. El filme narra las malandanzas de Caty Timberlake (Doris Day ), una chica de provincias chapada a la antigua que llega a Nueva York con el sueño de encontrar al marido perfecto. Pero los hombres perfectos no existen, y menos en el papel de marido. Lo que Philip Sane (Cary Grant ) pretende es seguir disfrutando de su condición de hombre de éxito, atractivo y soltero. Esta historia de chica decente que se enamora del bon vivant ha envejecido con demasiadas arrugas. Mantener o no relaciones sexuales prematrimoniales ya no constituye un debate público, y si lo hace es en sectores muy conservadores. En cualquier caso, casi nadie se escandaliza en estos días --como ocurre en la película-- de que una pareja se aloje en un hotel sin previo pago del peaje en vicaría.

Realizada en 1962, a las puertas de la revolución sexual que iba a cambiar el mundo (y Estados Unidos, aunque a veces no lo parezca, está dentro de él), Suave como el visón estaba condenada a sufrir la furibunda erosión del paso del tiempo. El modelo de castidad obligada en la mujer y el donjuanismo perdonable, incluso simpático, del varón (Cary Grant) tenía los días contados. Si de algo sirvió la revolución de los 60 y los 70 es para que la aguerrida virginidad de Doris Day nos resulte ahora anacrónica, y veamos la promiscuidad de Grant como un abuso (o un disfrute) que debería estar disponible, llegado el caso, para los dos sexos, no solo para el masculino.