TAt las personas y a los turistas, que también son personas, pero en trance y, por tanto, fácilmente impresionables, nos gustan las alturas y los subterráneos. En Maastricht, los viajeros se quedan más de un día no por la belleza de la ciudad, que es mucha, sino porque dedican media jornada a visitar las cuevas que servían de refugio durante la dominación española. En París hay mucho que ver y cobran por todo, aunque el timo más sorprendente es la visita a les égouts , es decir, las alcantarillas, de la plaza Denfert Rochereau.

En Santiago de Compostela ya atrapan al peregrino unas horas más: han abierto los tejados de la catedral, donde enseñan el rincón del sacristán putero, los escondrijos eróticos donde los guías perdularios escondían a sus amantes, la vivienda del sastre campanero con su corral para las gallinas ponedoras y los pinchos de acero colocados en Azabachería hace diez años para que las parejas no suban a hacer el amor.

En Extremadura tenemos torres, murallas y pasadizos para dar y tomar, pero no los usamos ni valoramos. En Cáceres hay túneles en 15 palacios y conventos, algunos en perfecto estado. En Plasencia se certifican 14 construcciones históricas bajo tierra, en Badajoz están los misteriosos subterráneos árabes del hospital militar y hay pasadizos en Cuacos o en Alcántara, pero los despreciamos y preferimos presumir de haber visitado una alcantarilla en París, una covacha en Holanda o un tejado en Compostela. "Y fíjate, sólo me cobraron seis euros".

*Periodista