Si le dabas un papel, Joselito Hidalgo empezaba su ritual de dobleces. Juntaba los bordes y doblaba con mimo, deslizando el papel entre los dedos y apretando con un pellizco de las yemas. Joselito tenía ocho años de vida y dos de dobleces. Su meta era plegar cuarenta veces un papel. Estaba convencido de que tarde o temprano lo conseguiría. Estudiaba con minuciosidad la textura y el grosor de la hoja y la miraba fijamente durante unos segundos antes de empezar a juntar con precisión sus lados. Siempre contaba en voz alta el número de veces que flexionaba el papel, seguramente con el afán de que todos fueran testigos de la proeza. Pero nunca lo consiguió, lo máximo que llegó a contar fueron diez dobleces, antes de que el grosor de la hoja le impidiera seguir. Un día nos olvidamos de Joselito Hidalgo, dos años de fracasos nos hicieron abandonar su sueño. Recordé todo esto ayer, al leer algo sobre dobleces y papeles. Los científicos aseguran que el sueño de Joselito no era factible. Si un papel se dobla continuamente por la mitad llega un momento en el que resulta imposible seguir haciéndolo. Lo más seguro es que la hoja no pueda flexionarse más de ocho veces. El grosor que alcanza lo impide. Dicen las ecuaciones de los matemáticos que si Joselito hubiera podido seguir contando hasta 42, el papel habría adquirido un grosor de 351.000 kilómetros, la distancia de la Tierra a la Luna. Al recordar todo esto se me ha encogido el estómago y he rezado para que Joselito Hidalgo no fuera tan estúpido como nosotros y hubiera seguido plegando y plegando hojas hasta llegar a la Luna, porque a veces los sueños no se abandonan por los fracasos, se dejan aparcados por lo que piensan los demás.