La prensa y la televisión divulgan cada cierto tiempo la noticia de algún suicidio frustrado. Ya es mala suerte la de estos aspirantes a suicida: tratar de acabar con su vida y no morir en el intento. Resulta paradójico que en nuestro planeta todos los años mueran millones de personas que hubieran deseado alcanzar la longeva edad de un patriarca bíblico mientras que otros, hastiados de las bofetadas del día a día, se lancen al vacío sin mayores consecuencias que dos costillas rotas. Así es de caprichosa la vida. O la muerte. Valga esta reflexión: muchas veces uno no muere cuando quiere sino cuando le toca.

Ahora que vuelve a debatirse sutilmente la legalización de la eutanasia, católicos y partidarios de la vida como sea (las cursivas son mías) se ponen en pie de guerra contra el modelo de muerte digna que proponen algunas sociedades, digámoslo así, modernas. Para estos cristianos y simpatizantes hay que morir cuando a Dios le apetezca, pero Dios, eterno ausente, se niega a chivarnos qué fecha nos ha asignado para el último viaje. Y así andan muchos, dudando si perseverar en la infelicidad y morir cuando Dios manda o si por el contrario, en un atajo desesperado, buscar un décimo piso desde el que practicar el vuelo sin motor.

Pero dejemos a los dioses inmortales con sus asuntos y volvamos a lo nuestro: la muerte anticipada. Aunque respeto a los suicidas en potencia no apoyo su decisión de cortar por lo sano. Cierto sentido ético y estético me dice que es más saludable tener un hijo, plantar un árbol o escribir un libro que hacer sufrir a tus seres queridos dejándoles en herencia un cadáver prematuro.