TLta palabra suicidio no aparece registrada en castellano hasta finales del siglo XVIII, por más que siempre hemos sido un país de suicidas, uxoricidas y campeones del mundo en el viejo deporte del fratricidio. Del género homicida tenemos el surtido casi completo, menos el especimen regicida, que se ve que no lo favorece el clima. Yo siento gran respeto por los suicidas, acaso por haber leído durante la adolescencia a Hermann Hesse en exceso, acaso porque si no lo tengo por el acto de voluntad más alto, sí, al menos, por el más extremo. Mi ordenador puede decirme en 0,2 segundos si he escrito bien la palabra Hermann, pero no puede decir hasta aquí hemos llegado y desconectarse a sí mismo, que sería la verdadera revolución de los terminators. Por eso creo yo que las religiones detestan a los suicidas. Algunas incluso castigan el intento de suicidio con la pena de muerte. Si no recuerdo mal, fue Diógenes quien le dijo a un llorón que si sus problemas eran de los que tenían soluciones para qué llorar, y si no los tenían, ahí estaba el cordón de su túnica. Dudo que el asesino de Marta del Castillo sea aficionado a los libros de filosofía clásica, pero cuando ayer intentó suicidarse con el cordón del chandal se hizo discípulo de Diógenes, también llamado El perro . Habría sido una muerte literaria: justo el día del bicentenario de Larra , quien, por cierto, no se suicidó por mal de amores, sino borracho de deseos y de impotencia. Léase el artículo Nochebuena de 1836. Imaginó un mundo excelente y topó con un muro de vulgaridad. Qué habría pensado si supiera que mañana alguien pagará al asesino de Marta una fortuna por contar su historia en una película que harán cola por ver los mismos que ayer hacían cola en comisaría para lincharle. Volvería a suicidarse.