TNto es necesario haber leído las novelas de Jack London o Alex Haley ni ser un erudito en antropología para saber que el objetivo primigenio del ser humano es la supervivencia. A diferencia de los yogures, el hombre llega al supermercado de la vida sin fecha de caducidad, y de ahí que a través de un instinto connatural haga lo posible por perpetuar su existencia. Cuanto menor es el bienestar de una sociedad, mayor es su instinto de supervivencia, y a la inversa. Eso explica que mientras una marea de inmigrantes desfallecidos (cuando no muertos) alcanzan nuestras costas en cayucos, la Europa de la prosperidad, hedonista y olvidadiza, remoja sus pies de barro en el balneario o el SPA de moda. A veces pienso que estos pobres subsaharianos (entre otros) vienen a nuestras geografías no sólo a ganarse el pan sino también a refrescarnos la memoria, a recordarnos que la raza humana, personificada en desfavorecidos como ellos, sigue perdiendo la batalla contra el océano de la adversidad.

Hace un par de semanas una amiga que se define como optimista me envió un correo electrónico en el que me confesaba que la guerra del Líbano y las oleadas de cayucos le estaban amargando las vacaciones. La conozco lo suficiente como para saber que la suya es una aflicción sincera ajena a la hipocresía o al retoricismo. Tal vez yo sea más insensible porque espero menos de esta humanidad, ese moderno zoo humano (en el fondo, el mismo que antaño pintaba bisontes en las cuevas) que trata de salir a flote en un hábitat donde sólo la muerte, alérgica a las vacaciones, tiene garantizada la supervivencia. textamentos@gmail.com